Daniel Salzano
Día del niño
Te proponés escribir entre 18 y 20 líneas porque hoy es el día del niño. Y lo menos que podías imaginar es que el primer chico que aparece y te observa sin moverse y sin hablar sos vos mismo. Pibe remoto, del que ya no sabés si te quiere o no te quiere, pero del que te vuelven a asombrar su pelo largo y sus ojos limpios. Niño, niño, le preguntás asombrado. Contame: cómo eras?, qué silbabas, qué leías? Pero el niño que fuiste se desmarca y no contesta. Al niño que fuiste le bastaba con abrir una coca con los dientes y tirarse a la pileta de cabeza. El mundo era tan sencillo que se dividía entre amigos y enemigos. Amigos eran el caballo de Alan Ladd, los alfajores de dulce de leche y las tapas de El Gráfico donde salía Ernesto Grillo. Amigo también era el Mambrú, un perro loco que le ladraba a la luna de la calle Charcas. Cuando uno es niño es uno mismo y lo sabe todo. Pero hay un momento en que deja de serlo para convertirse en lo que los demás quieren que seas. Ese es el momento en que se te caen los dientes de leche y se te trastorna el alma. Pero mientras tanto eras feliz. Requetefeliz. Yo perdí la requetefelicidad cuando el Mambrú mordió a un bombero y le pegaron un tiro en el oído: BAM! Yo no lo oí. Lo escuché. Me parece que el tiro me pegó a mí en alguna parte y por ese agujero se me escapó la requetefelicidad. Si el lector no entiende esto, más vale no seguir escribiendo. Claro que si yo no hubiera sido un niño requetefeliz en lugar de escribir sobre el día del niño estaría escribiendo sobre el día del perro.
Pibes
Los ves caminar por la ciudad con las manguitas cortas, el pelo duro y una mirada que sólo responde a los estímulos del miedo. Atraviesan la puerta del café como sombras de sí mismos y a lo sumo te tocan el hombro o te ponen la mano abierta a la altura de la cara. La sub infancia cordobesa ha cambiado de sistema. Ya no vende aspirinas ni ofrece estampitas. La sub infancia ya no habla, no protesta, no agradece. Su única preocupación es que el mozo no le ponga la mano encima, que no llamen a la cana. También los ves por las esquinas deambulando... algunos todavía llevan chupete. Manos de obra barata, inocente, manejable. Los menos inspirados luchan entre sí por abrir las puertas de los taxis. Córdoba no tiene mucho respeto por sus niños. Los ves a media noche por Chacabuco buscando algún lugar para ver la tele. Cualquier lugar les viene bien: tumbados en mitad de la vereda, subidos a un árbol, sentados sobre el techo de una chata. Ni se portan bien, ni se portan mal; no meten ruido, no dicen nada. Ven a Tom y Jerry y no se ríen, ven a Fito Páez y no cantan. A veces les das un puñado de monedas y lo reciben como quien recibe un puñado de viento. Todo forma parte de un mismo endurecimiento, de una misma rutina deshumanizada. Un día cualquiera se levantan hombres y ya nunca más volvemos a verlos.
Ferroviario
Cuando mi papá entró a trabajar al ferrocarril Belgrano tenía 17 años, jugaba en las divisiones inferiores de Talleres y soñaba con convertirse en el rey del sábado a la noche en el club Alas Argentinas. El primer día de trabajo se embutió en un mameluco azul marino, deslizó una llave inglesa en el bolsillo secreto de su pierna izquierda y se presentó a la guardia creyendo que le iban a confiar la dirección del expreso Mar y Sierras. Pero no fue así. En lugar de confiarle la custodia del país al frente de una locomotora lo pararon delante de un torno que escupía 25 arandelas por minuto. De tanto fabricar arandelas, papá acabó fabricando un anillo que calzó en su dedo meñique y que llevó durante toda la vida con la misma dignidad que el rey Arturo. El anillo le sirvió para enhebrar cientos de boletos, para acariciar largamente el río de pelo de mi madre y para pelear contra la justicia arbitral en San Francisco aquella vez que perdieron un campeonato por penales. Papá decía que un país sin trenes era como un niño sin padre y que un niño sin padre era como un hombre sin anillo. A que no saben qué encontré esta mañana en una caja de madera de cigarros Partagás? A que no adivinan qué me puse en el dedo meñique para caminar por la ciudad? A que no saben en quién estoy pensando mientras por primera vez en mi vida escribo llorando en una máquina que suena como sonaba el expreso Mar y Sierras: tracatrá, tracatrá, tracatrá...
Otoño
Arrastrando la hojarasca a razón de cinco nudos por hora el viento se desliza por el callejón central del Parque Sarmiento. Años atrás las juntábamos a las hojas, atrás del zoológico, cerca de la leona. Creíamos que recogerlas era una especie de profesión, que Dios nos veía; que éramos maravillosos y que así sería durante toda la vida. Pasábamos el día entre las hojas muertas jugando como animales. También había chicas... muchas. Nos gustaba hacerlas rabiar. Si una se inclinaba demasiado y mostraba una mínima parte de su cuerpo gritábamos todos: oe, oe, oe, oeeee...!!! Entonces salían corriendo, todas. Había una chica llamada Nelly Nelly que solía agacharse más de la cuenta y que no corría cuando gritábamos. Nelly Nelly no usaba medias y todo el mundo le tenía mucha simpatía. Las hojas muertas del parque Sarmiento eran todas iguales entre sí y todas diferentes. Las conocíamos por las formas y por el ruido: algunas sonaban como el papel celofán; otras como los pasos del león de Francia cruzando la hojarasca de la novela. Otra cosa que nos gustaba era atravesar las parvas haciendo surcos con las championes del 34. Las hojas estaban en todas partes, hasta guardadas en los libros de amor de la biblioteca, la biblioteca Velez Sársfield. Los libros de amor pesaban una barbaridad. Tenían el lomo excesivamente gastado y despedían un inquietante perfume a lavanda. Nelly Nelly también. Tanto nos enloquecía juntar las hojas muertas como desparramarlas, recogerlas a puñados y arrojarlas al aire... sobre todo al aire que ellas respiraban. Al atardecer nos tirábamos sobre el pasto y hablábamos de Nelly Nelly mientras veíamos pasar el universo. Las hojas de los árboles, como gotas de lluvia, caían sobre nuestras cabezas. Aunque no lo decíamos, sabíamos que alguna vez todo se iba a terminar, que dejaríamos de jugar como animales y que no volveríamos a vernos... incluyendo a Nelly Nelly. Las hojas, en cambio, seguirían cayendo como ahora.
Escritores
Escritores, escritores!! Queríamos saber quiénes, cuántos, cuáles eran, dónde estaban, cómo eran, qué leían. Eran escritores, por ejemplo, aquellos señorazos que una vez al mes se reunían para intercambiar sonetos alrededor de un flan con crema y delante de un espejo? Los chicos que sacaban la lengua mientras escribían: mamá amasa la masa eran pequeños, medianos o grandes escritores? Era más o menos escritor que Dostoievsky el redactor de La Voz del Interior que en una sola tarde se ocupaba del avión de Charles Lindon y de los caños de obras sanitarias? Hacer críticas de cine era escribir? Valía escribir sin H, como Cesar Vallejo? Había que llevar el pelo corto o largo? Había que llorar para escribir? Caminar, flexionar, silabear, enloquecer? Los diptongos eran leales o rebeldes? Alcanzaba con haber escrito un solo libro? Con haber querido y no podido? Todo eso nos preguntábamos mientras nos apropiábamos de la ciudad con zancadas imperiosas. Jóvenes peludos e inmortales que acabábamos inevitablemente apilados ante las servilletas de un bar escribiendo con canilla libre, acuchillándonos por dentro, dejando correr la verdad, la rabia, el idioma, la ciudad. Diez, veinte, treinta años más tarde, daríamos un ojo de la cara por poder conmemorar el día del escritor leyendo sin leer alguna de aquellas servilletas irrecuperables.
N. del R.: Daniel Salzano es cordobés, escribe en el diario La Voz del Interior (los artículos precedentes fueron extraídos de ahí mismo), publicó libros y dio charlas...
Si alguna vez lo vieron, díganme si no es el tío bueno que nunca falta en cualquier familia.