Me llamo... bueno, no importa cómo me llamo, en definitiva, de todo esto que les voy a contar sólo conozco un nombre además del mío y ninguno de los dos es trascendente. Tengo un kiosco de revistas en la esquina de... bueno, tampoco eso importa, no quiero que después me quieran cobrar publicidad encubierta.
Esa tarde, habrá sido alrededor de las 2 de la tarde, hacía calor... cómo no! Aunque tenga la ventaja de esta sombra de árboles añosos, que casi nacieron con la ciudad, y las torres de edificios señoreales que –y no es que quiera que mueran, pero si alguna vez lo hacen- también morirán con la ciudad, o quizás sea la ciudad quien muera con esas muertes, el calor igual se siente. Decía que esa tarde, recuerdo que era alrededor de las 2 porque justo a esa hora viene Marianita, ese es el único nombre que conozco y ya verán que no es trascendente, y me trae el sanguchito del almuerzo, en pan árabe y con una botellita de Terma de esas que ahora vienen ya preparadas, vi llegar a este hombre del que les quiero hablar. Desde donde estoy, en mi banquito junto a las revistas, puedo ver hacia adentro de los amplios ventanales del bar frente al kiosco, vereda de por medio. Estoy a tres metros –menos también- de las historias tras los vidrios. No voy a decir que aprendí a leer los labios de la gente que habla dentro del bar, aunque algunas palabras pesco y puedo afirmar que en todos estos años aprendí gestos, miradas, posturas y actitudes de ésas que –según dicen los que saben- hablan en cuerpo mejor que la boca.
Esa tarde –y prometo que es la ultima vez que digo “esa tarde”- él llegó y luego de vacilar unos segundos enfiló para la última mesa, que tiene sillones empotrados en la pared un poco tapados por las cortinas en el rincón. Dejó el maletín sobre el sillón y -es gracioso porque últimamente he visto muchísima gente hacer lo mismo- desparramó como tres celulares sobre la mesa y para mi sorpresa, en vez de convertir el maletín en una computadora como hacen muchos, lo abrió y sacó de adentro un block y una lapicera. Marianita, que entró prácticamente detrás de él, se acercó a su mesa y le tomó el pedido con esa sonrisa tan suya y compradora. Él pidió rápido y concreto, se ve que ya tiene el hábito. Vi un gesto de alivio en su boca, cerró los ojos, subió las cejas y suspiró. Noté que se había aflojado las botas. Miró la calle y en ese momento su mirada se cruzó con la mía, pero yo soy algo así como parte del paisaje, así que el cruce fue fugaz. Son más atractivas las revistas con autos en la tapa, o con las chicas del verano que se viene, pero ésas están en la otra punta y no era hacia allí donde él miraba: realmente se quedó viendo los coleccionables del Clarín.
Marianita vino con la bandeja y lo sacó del ensueño... o al menos eso parecía ya que daba toda la impresión de estar volando vaya a saber en qué nube. Hubo un intercambio breve de palabras y sonrisas y en un instante Marianita fue a la barra y volvió con el vasito de soda que había olvidado. Él desplegó unas hojas sobre la mesa y mientras leía de a párrafos las hojas sueltas, a veces se detenía como a pensar, mirando para arriba y frunciendo el entrecejo, iba escribiendo en el block. Cada tanto miraba la hora, miraba la calle, miraba hacia la puerta. Esperaba a alguien, eso lo noté desde un principio. Seguía escribiendo y el café se iba vaciando. Volvía a mirar a la calle, a la esquina, a la puerta, a mí, a los libros, a Marianita –para qué omitirlo?
Yo ya había terminado mi almuerzo y él seguía buscando palabras y poniéndolas en la hoja mientras las hablaba en silencio, veía sus labios moverse a medida que escribía y me daba gracia, como esa gente que saca la lengua cuando trabaja en algo.
En un momento –ya eran las tres y el hombre se impacientaba visiblemente, lo notaba en la frecuencia con que miraba el reloj y en la presión que hacía sobre la hoja para escribir, sus manos se crispaban cada vez más y su boca ya había dejado de hablar la escritura- él pareció advertir la presencia tan esperada y miró hacia la puerta con un sobresalto justo en el momento en que entraba la mujer. Yo la venía siguiendo con la mirada desde que se bajó del taxi, tengo buen ángulo para unas cuantas vistas desde acá. Claro que desde hacía rato, yo ya estaba jugando a adivinar quién de las que se acercaban a la esquina iba a ser la que él esperaba. Descarté cuatro por la edad, tres muy mayores y una muy menor, pero en una hora pasaron doce mujeres que tranquilamente podían encajar en el perfil que ya me había hecho. No me equivoqué en nada excepto la estatura (a decir verdad, fue un error en el cálculo de accesorios porque la mujer no era alta como yo la imaginaba pero tenía tacos y entonces sí la estatura concordaba con lo que había imaginado, solo que, repito, mi predicción no incluía tacos). Les juro que me puse feliz cuando la ví tan real y tan igual a lo que esperaba, nada de tinturas ni ropas extrañas, con elegancia pero casual, segura en sus pasos, en su figura y en su sonrisa al verlo. Y me puse feliz porque en esa hora que pasó casi me había encariñado con él, que escribía y escribía y parecía que soñaba cuando miraba para arriba ignorando la televisión y la música, el tránsito detrás mío y la tarde de calor y cemento.
Bueno, él rápidamente apiló las hojas y puso los teléfonos sobre la valijita, le hizo un lugar en la mesa y le acomodó una silla para que se siente. La sonrisa de ella comenzó a disiparse un poco, parecía nerviosa. A él se lo notaba apurado, algo le dijo al respecto, más con gestos que con palabras. Ella miró la hora en su reloj mientras se sentaba. El semblante de él cambió en desazón. Se acercó Marianita, seguramente preguntó qué iba a querer la mujer. Él asistió interrogante al diálogo; ella movió la cabeza y volvió a señalar el reloj en su pulsera, él habló con Marianita con una sonrisa entre vergonzosa y tímida y ella regresó a la barra.
Se animaron a las sonrisas. Se tomaron las manos por encima de la mesa olvidando los papeles y la escritura, los libros colgados en mi kiosco y la calle sofocante. Se besaron discretamente y se disfrutaron unos segundos. Ella le preguntó algo y él comenzó a mostrarle las hojas sueltas, algo le explicaba y ella asentía con una sonrisa. Pero la mirada de él seguía siendo triste aún con el entusiasmo que mostraba al hablar de sus escritos. Vino Marianita con otro café y se lo sirvió a él. Era obvio entonces que ella estaba retrasada y se iba en cualquier momento. Él dejó la taza aparte, al lado de las hojas y el block y volvió a tomar sus manos. Él hablaba calmo y ella se mordía el labio inferior cerrando los ojos y respirando hondo. En ese momento ella lo interrumpió de un beso y él no tuvo otra reacción que apretarle fuerte las manos. Ella se levantó. Él se abrazó a su cintura y apoyó el rostro en su vientre. Ella le enredó el pelo con una caricia y se apartó despacito. Mientras ella le daba la espalda él le besó las manos y se quedó viendo cómo llegaba hasta la puerta. Desde donde estoy no se ve la puerta del lado de adentro de la ochava, así que voy a inventar que ella le habrá tirado, desde el vano, un beso o un te quiero silencioso. Ella salió y se bajó los anteojos, giró para allá por la calle perpendicular a la avenida y desapareció de mi vista. Volví rápidamente a él, a la mesa junto a la ventana. Tenía el rostro entre las manos y miraba sin ver la taza de café. Y estoy tan cerca de esa ventana que pude ver humedecerse sus ojos. Estaba muy de frente a mi posición por lo que decidí esconderme un poco tras la grilla de las revistas de decoración. Comenzó a sollozar en silencio, apenas le veía los hombros subir y bajar por la congoja. Habrá estado así unos diez minutos hasta que de a poco la mirada se le fue despejando y las manos comenzaron a aflojarse de las mejillas. Tocó la taza como para comprobar lo que suponía, que el café ya estaba frío y se secó lo mejor que pudo los ojos. Respiró hondo e hizo una seña a Marianita. Seguramente le pidió que le volviera a calentar el café porque ella volvió al ratito con otra taza. Él bebió despacio y con la vista perdida de nuevo en las revistas y libros. Cuando terminó el café acomodó con parsimonia y estricto orden sus cosas, los papeles en la valijita, la lapicera en un bolsillo, los teléfonos en estuches y bolsillos y se levantó. Recorrió por unos segundos con la mirada el lugar como queriendo fijarlo en la memoria y se encaminó despacio hacia donde hacía casi media hora ella desapareciera de nuestra vista.
Les confieso que me sentí terriblemente avergonzada cuando se detuvo un momento frente al kiosco y como si nada, como si nunca se hubiera enterado que los había estado “espiando”, me preguntó dónde paraba el 36.
Había dicho al principio que no importaba mi nombre ni mi ubicación, nada de eso tiene sentido en ciudades como ésta. Hace 27 años que estoy aquí todos los días, llueva, truene o haya un sol que raje el asfalto. Nunca en todos estos años había visto a esta fugaz pareja. Pero el miércoles siguiente ella volvió al bar, ésta vez eran las 2 y media de la tarde, y se sentó en el mismo lugar que él la semana pasada. Y el siguiente miércoles... y el otro... y el otro... Algunas veces la ví leer, otras escribir; otras veces taladrar el celular con esos dedos largos y elegantes; otras contestando de mala gana, las menos con una sonrisa de oreja a oreja y también ahí juego a adivinar con quienes habla en cada ocasión, o qué lee o escribe según los movimientos de las manos, o cómo cruza las piernas o las estira bajo la mesa y la ansiedad o calma que puedo percibir en su respiración y en sus suspiros. Y como antes ya había dicho que al hombre que vi con ella ese miércoles, le había tomado cierto cariño, pongo todas mis fichas a que es él -ya sea del otro lado del teléfono o de las hojas- cuando la veo sonreír o morderse el labio inferior o suspirar. Siento que a él se le alivia un poco el llanto en su recuerdo, los imagino cada vez más cerca y empiezo a creer que ese día no fue una despedida y sí quizás un ventarrón, alguna tormenta de esas que agitan un poco los corazones y nos recuerdan que estamos vivos.