Exorcismo
Y si ahora resulta que un recuerdo largamente enterrado, pero de esos que cada tanto dejan ver las puntas de los zapatos emergiendo entre la gramilla y entonces uno larga todo lo que está haciendo y corre a rellenar el terreno con lo que encuentre, con picos de excusas, con palas de razones, con tierra de convicciones, y lo apisona con certezas y lo moja con odios y lo vuelve a apisonar con maldiciones y uno se sienta reconfortado, con la angustiosa pero fugazmente eufórica sensación de haber pateado para adelante una tarea más, quizás hasta queriéndose convencer de lo rutinario del hecho; con una chata y patética (sabrán que desde cierto entonces me resisto a usar la palabra “mediocre” por bastardeada) sensación de deber cumplido. Pero decía, si resulta que ahora uno de estos recuerdos que uno creía largamente enterrado, de repente pierde su arenoso revestimiento, su reseca piel, su terrosa sustancia, le roba al parque la humedad, rellena sus poros con el aroma de las madreselvas y el brillo de sus ojos con la intermitencia errática de las luciérnagas. Y un día, o lo que es peor: una noche, lo vemos recorrer el parque, la vereda, lo vemos intentar un sinuoso vaivén en la hamaca de rueda de tractor, lo reconocemos a duras penas en el inquieto oleaje de la piscina, nos despeina de sorpresa un tibio atardecer de un día aterrado, nos llama en la voz de la puerta rechinando en sus bisagras, contesta nuestros más profundos temores en canciones reveladoras, cargadas de estática lejana y grillos electrónicos, nos sopapea la conciencia adormecida y aburguesada con una imagen que vale por mil gritos, en el novelón a la hora de la cena; se nos planta en la puerta del dormitorio y nos compra una vez más con esa sonrisa entre pícara e inocente, y miramos por encima de su hombro, o sencillamente a través de su traslúcida sustancia y vemos que está todo dispuesto, que por la ventana se asoman curiosas y expectantes las estrellas, que hasta hay una rosa sobre la almohada, que la tenue luz agiganta las sombras presagiando una oscuridad cómplice.
Pero no.
Pero no.
Ahora corremos al teléfono y de una galera que creíamos acabada sacamos la mejor de las excusas para invitar a una consorte provisoria, pasajera, transitoria y transitiva. Ahora reímos y de un salto nos disponemos a preparar una cena para agasajar a quien tendrá a su cargo el anhelado (¿?) exorcismo. Ahora corremos a abrir la puerta y nos apresuramos a señalar la mesa dispuesta, la charla pendiente, y eso de romper el hielo pero enfriar el champagne.
Mientras tanto en la alcoba, escaleras arriba, el recuerdo vestido de fantasma se recuesta tranquilo, lee ese libro que tanto nos cuesta terminar y lo entiende y hasta le sabe el final ya en la página veinte.
Ahora la exorcista y el consultante debaten sobre la posibilidad de resurrección de los fieles difuntos. Pero sería más preciso debatir sobre el punto de no retorno, que es lo que en definitiva determina si un recuerdo es o no es un muerto contante y sonante.
El consultante mira de reojo el resplandor que danza sombras desde la habitación, percibe el paso de las hojas, el roce de sábana contra sábana, porque no hace mucho terminó adoptando como creencia firme e irrefutable que los fantasmas se visten con sábanas y no con el infame ectoplasma que proponen las brujas casadas, cansadas y cazadas.
Ahora es la exorcista (que a todo esto no tiene idea de su papel de tal) quien tira la segunda piedra y toma la mano del temeroso ser que languidece mesa de por medio. Un guiño estudiado, un gesto natural, un bretel negro y tenso… que se distiende y llueve por el hombro. Unas bocas que enjuagan y endulzan vinos en salivas, unas manos ansiosas y unos cabellos revueltos, una escalera que queda regada de prendas de mayor a menor. La ventana abierta del dormitorio se cierra de repente con una correntada estruendosa. Las velas se apagan. En la habitación, los pétalos dispersos, el libro que perdió el marcador, la cama tendida pero la almohada un tanto arrugada. Las estrellas que miran para otro lado, los búhos se hacen los dormidos, el tic tac insiste cansino desde la mesa de luz.
El exorcismo dio sus frutos. Antes de sentirse zambullir en la cama, arrastrado por los urgentes brazos de la visita, el enterrador de recuerdos puede contemplar el rompecabezas tal como lo vio en todos estos años y cree sentirse más tranquilo: la cerca está completa y no falta ninguna flor de madreselva. Las luciérnagas bailan por el parque dispersas e inocentes y ya no es la suya una danza que lanza miradas. La gramilla inunda la tierra húmeda del parque.
Todo vuelve a ser como antes, allá afuera. Descansan el pico y la pala de la memoria. Mientras aquí abajo, la cosa está que arde y quien esto cuenta, se une –cómplice- con las estrellas, y mira hacia otra parte y sonríe, como quien se burlara de los que no creen en los exorcismos, aunque sean pasajeros.
Mientras tanto en la alcoba, escaleras arriba, el recuerdo vestido de fantasma se recuesta tranquilo, lee ese libro que tanto nos cuesta terminar y lo entiende y hasta le sabe el final ya en la página veinte.
Ahora la exorcista y el consultante debaten sobre la posibilidad de resurrección de los fieles difuntos. Pero sería más preciso debatir sobre el punto de no retorno, que es lo que en definitiva determina si un recuerdo es o no es un muerto contante y sonante.
El consultante mira de reojo el resplandor que danza sombras desde la habitación, percibe el paso de las hojas, el roce de sábana contra sábana, porque no hace mucho terminó adoptando como creencia firme e irrefutable que los fantasmas se visten con sábanas y no con el infame ectoplasma que proponen las brujas casadas, cansadas y cazadas.
Ahora es la exorcista (que a todo esto no tiene idea de su papel de tal) quien tira la segunda piedra y toma la mano del temeroso ser que languidece mesa de por medio. Un guiño estudiado, un gesto natural, un bretel negro y tenso… que se distiende y llueve por el hombro. Unas bocas que enjuagan y endulzan vinos en salivas, unas manos ansiosas y unos cabellos revueltos, una escalera que queda regada de prendas de mayor a menor. La ventana abierta del dormitorio se cierra de repente con una correntada estruendosa. Las velas se apagan. En la habitación, los pétalos dispersos, el libro que perdió el marcador, la cama tendida pero la almohada un tanto arrugada. Las estrellas que miran para otro lado, los búhos se hacen los dormidos, el tic tac insiste cansino desde la mesa de luz.
El exorcismo dio sus frutos. Antes de sentirse zambullir en la cama, arrastrado por los urgentes brazos de la visita, el enterrador de recuerdos puede contemplar el rompecabezas tal como lo vio en todos estos años y cree sentirse más tranquilo: la cerca está completa y no falta ninguna flor de madreselva. Las luciérnagas bailan por el parque dispersas e inocentes y ya no es la suya una danza que lanza miradas. La gramilla inunda la tierra húmeda del parque.
Todo vuelve a ser como antes, allá afuera. Descansan el pico y la pala de la memoria. Mientras aquí abajo, la cosa está que arde y quien esto cuenta, se une –cómplice- con las estrellas, y mira hacia otra parte y sonríe, como quien se burlara de los que no creen en los exorcismos, aunque sean pasajeros.
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