Muerto al llegar
Caminaba de noche y durante el día se ocultaba. Cuando el cielo y la tierra estaban lo suficientemente oscuros comenzaba a caminar por las vías en dirección hacia el este e iba atravesando pantanos, poblados, plantaciones y puentes sobre escasos ríos. Si veía que el amanecer estaba próximo se escabullía donde nada ni nadie lo pudiera ver y dormía con un solo ojo. Así descansó bajo los durmientes donde el puente se unía a la ladera del río; sobre una ancha rama de algún frondoso árbol; a la sombra de los plátanos aún verdes; en casas abandonadas o en máquinas oxidadas y sin uso aparente. Hacía ya dos meses que viajaba así, sin necesitar de nada ni nadie, comiendo lo que encontrara en los poblados y prácticamente sin contacto con persona alguna que pudiera delatarle.
Esa noche había partido desde una plantación mientras llovía en abundancia. Como a las dos horas encontró el pueblo cuando ya la lluvia era llovizna pero su cuerpo estaba tan ensopado y pesado que por una vez -se dijo- intentaría descansar lo que quedaba de noche más el día siguiente y seguir viaje después. Unas pocas y pálidas luces lo recibieron indiferentes más interesadas en hacer resplandecer las ínfimas gotas de humedad que en alumbrar las cosas y las casas. Calculó que eran cerca de las 2 de la mañana cuando bajó del férreo trazado y se encaminó por una calle angosta que solo tenía un farol cada dos bocacalles. Recorrió medio pueblo entre las sombras, esquivando los lugares de donde provenieran voces o ladridos aunque cualquier signo de vigilia se adivinaba imposible dado el sopor y la impregnante humedad de la noche. Rodeó tres veces una casa que parecía abandonada a juzgar por las enormes ramas que crecían en dos de sus paredes y coronaban el techo sobre la línea de la fachada. Era una alta y viejísima casona de ladrillo y barro de las que casi no quedaban a simple vista en los pueblos que había recorrido anteriormente, casas que los viejos pobladores habían dejado a cambio de modernas cabañas del otro lado de la vía. No brotaba ni la más pálida luz de su interior, mientras el silencio sepulcral competía con la fetidez de los hongos de la vereda. El óxido había formado racimos de espuma sobre las bisagras y los goznes. No había vidrios y las maderas de puertas y ventanas daban la impresión de estar a punto de pulverizarse con solo acariciarlas. Se convenció que era un buen lugar para ocultarse y decidió ingresar de alguna forma. Si bien confiaba en que iba a ser más fácil romper una puerta que abrirla, el hecho de dejar señales de violencia en una abertura podría alertar a cualquiera medianamente avispado o que no tuviera otra cosa que hacer más que andar mirando día a día la espontánea o no disolución de una casona abandonada. Llevaba siempre un alambre a modo de pulsera y que le servía casi siempre para casos como éstos en que las antiguas cerraduras no parecían ofrecer mayor resistencia que el empecinado óxido o las capas de hongos resecos y compactos. No necesitaba luz para violentar la cerradura. Introdujo el alambre y comenzó a girarlo despacio a un lado y a otro. Con la otra mano sujetó la manija que alguna vez fue de un bronce límpido, mientras que con el hombro empujaba levemente la puerta y la soltaba en intervalos mas o menos regulares. Las bisagras crujieron sonoramente y se detuvo. Esperó unos segundos mientras se acallaba el chirrido en la sala y en su cabeza y repitió la operación. El agua de la llovizna formaba un tibio goteo desde su nariz a su antebrazo provocándole cosquillas. Intentó secarse la cara con el otro antebrazo, el que tenía apoyado sobre la puerta pero sólo consiguió ensuciarse más aún la cara, que quedó igual de mojada. Volvió a concentrarse en la cerradura. Cerró los ojos (aunque no hacía falta en esa oscuridad) y trató de imaginarse alambre y sentirse dentro del mecanismo y adivinar las formas de las muescas que se traducían en picos de resistencia o valles de holgura en la mano que guiaba el alambre. Las bisagras y la manija vovieron a crujir esta vez más despacio, pero igualmente interrumpió la presión en la puerta hasta recobrar el silencio. De algún lugar le llegó un pegajoso aroma a verdura hervida y le resultó curioso cómo inmediatamente se sintió transportado a su niñez, a la cocina de su casa y a su madre frente a las ollas y el constante rumor de la lluvia sobre el techo de paja. Volvió a girar el alambre y a efectuar una leve presión sobre la manija. Hubo un repentino y fugaz resplandor cuya fuente no pudo explicarse más que de los poros de la madera podrida de la puerta. Instantáneamente sintió una detonación seca y corta seguida de un chasquido muy diferente a los anteriores crujidos de la puerta. Confundió el olor a verdura hervida con un urgente ardor a pólvora y el tibio goteo de la llovizna con la sangre que comenzaba a brotar del centro de su cara. No pudo terminar de entender ni de pensar en entender cómo de repente tantas sensaciones llegaron a su cerebro, pero pudo registrar algo así como un sabor a madera, a metal y a sangre que inundaba su cada vez más desvanecida conciencia, sus piernas cansadas dejaron de obedecerle de a poco y cayó de rodillas sostenido por su brazo izquierdo en el umbral de la puerta. Sintió un frío desconocido e impropio de la noche caribeña y el temblor le ganó una primera batalla al equilibrio. Se deslizó por el canto de la pared mientras creía recordar el futuro en esa cocina y su madre junto a las ollas y la pequeña hermana en el vientre, y el olor a tierra mojada y el verde del follaje que cubría el paisaje desde siempre y las finas gotas de lluvia murmurando sobre el techo y repiqueteando en el barro compacto y brillante. El alambre se le soltó de las manos (o las manos se le soltaron del alambre) y al instante cayó sobre la vereda en un pedazo de cemento sin charcos. Sobre el alambre cayó él y ahora el nuevo charco sobre el cemento sabía a sangre y escurría raudo hacia la calle. No pudo decir nada, simplemente elevó un último pensamiento a quien tanto debía y agradecía y amaba: "mi madre".
*N. del A.: Inspirado en La Siesta del Martes, de G. G. Márquez, con todo respeto.
Esa noche había partido desde una plantación mientras llovía en abundancia. Como a las dos horas encontró el pueblo cuando ya la lluvia era llovizna pero su cuerpo estaba tan ensopado y pesado que por una vez -se dijo- intentaría descansar lo que quedaba de noche más el día siguiente y seguir viaje después. Unas pocas y pálidas luces lo recibieron indiferentes más interesadas en hacer resplandecer las ínfimas gotas de humedad que en alumbrar las cosas y las casas. Calculó que eran cerca de las 2 de la mañana cuando bajó del férreo trazado y se encaminó por una calle angosta que solo tenía un farol cada dos bocacalles. Recorrió medio pueblo entre las sombras, esquivando los lugares de donde provenieran voces o ladridos aunque cualquier signo de vigilia se adivinaba imposible dado el sopor y la impregnante humedad de la noche. Rodeó tres veces una casa que parecía abandonada a juzgar por las enormes ramas que crecían en dos de sus paredes y coronaban el techo sobre la línea de la fachada. Era una alta y viejísima casona de ladrillo y barro de las que casi no quedaban a simple vista en los pueblos que había recorrido anteriormente, casas que los viejos pobladores habían dejado a cambio de modernas cabañas del otro lado de la vía. No brotaba ni la más pálida luz de su interior, mientras el silencio sepulcral competía con la fetidez de los hongos de la vereda. El óxido había formado racimos de espuma sobre las bisagras y los goznes. No había vidrios y las maderas de puertas y ventanas daban la impresión de estar a punto de pulverizarse con solo acariciarlas. Se convenció que era un buen lugar para ocultarse y decidió ingresar de alguna forma. Si bien confiaba en que iba a ser más fácil romper una puerta que abrirla, el hecho de dejar señales de violencia en una abertura podría alertar a cualquiera medianamente avispado o que no tuviera otra cosa que hacer más que andar mirando día a día la espontánea o no disolución de una casona abandonada. Llevaba siempre un alambre a modo de pulsera y que le servía casi siempre para casos como éstos en que las antiguas cerraduras no parecían ofrecer mayor resistencia que el empecinado óxido o las capas de hongos resecos y compactos. No necesitaba luz para violentar la cerradura. Introdujo el alambre y comenzó a girarlo despacio a un lado y a otro. Con la otra mano sujetó la manija que alguna vez fue de un bronce límpido, mientras que con el hombro empujaba levemente la puerta y la soltaba en intervalos mas o menos regulares. Las bisagras crujieron sonoramente y se detuvo. Esperó unos segundos mientras se acallaba el chirrido en la sala y en su cabeza y repitió la operación. El agua de la llovizna formaba un tibio goteo desde su nariz a su antebrazo provocándole cosquillas. Intentó secarse la cara con el otro antebrazo, el que tenía apoyado sobre la puerta pero sólo consiguió ensuciarse más aún la cara, que quedó igual de mojada. Volvió a concentrarse en la cerradura. Cerró los ojos (aunque no hacía falta en esa oscuridad) y trató de imaginarse alambre y sentirse dentro del mecanismo y adivinar las formas de las muescas que se traducían en picos de resistencia o valles de holgura en la mano que guiaba el alambre. Las bisagras y la manija vovieron a crujir esta vez más despacio, pero igualmente interrumpió la presión en la puerta hasta recobrar el silencio. De algún lugar le llegó un pegajoso aroma a verdura hervida y le resultó curioso cómo inmediatamente se sintió transportado a su niñez, a la cocina de su casa y a su madre frente a las ollas y el constante rumor de la lluvia sobre el techo de paja. Volvió a girar el alambre y a efectuar una leve presión sobre la manija. Hubo un repentino y fugaz resplandor cuya fuente no pudo explicarse más que de los poros de la madera podrida de la puerta. Instantáneamente sintió una detonación seca y corta seguida de un chasquido muy diferente a los anteriores crujidos de la puerta. Confundió el olor a verdura hervida con un urgente ardor a pólvora y el tibio goteo de la llovizna con la sangre que comenzaba a brotar del centro de su cara. No pudo terminar de entender ni de pensar en entender cómo de repente tantas sensaciones llegaron a su cerebro, pero pudo registrar algo así como un sabor a madera, a metal y a sangre que inundaba su cada vez más desvanecida conciencia, sus piernas cansadas dejaron de obedecerle de a poco y cayó de rodillas sostenido por su brazo izquierdo en el umbral de la puerta. Sintió un frío desconocido e impropio de la noche caribeña y el temblor le ganó una primera batalla al equilibrio. Se deslizó por el canto de la pared mientras creía recordar el futuro en esa cocina y su madre junto a las ollas y la pequeña hermana en el vientre, y el olor a tierra mojada y el verde del follaje que cubría el paisaje desde siempre y las finas gotas de lluvia murmurando sobre el techo y repiqueteando en el barro compacto y brillante. El alambre se le soltó de las manos (o las manos se le soltaron del alambre) y al instante cayó sobre la vereda en un pedazo de cemento sin charcos. Sobre el alambre cayó él y ahora el nuevo charco sobre el cemento sabía a sangre y escurría raudo hacia la calle. No pudo decir nada, simplemente elevó un último pensamiento a quien tanto debía y agradecía y amaba: "mi madre".
*N. del A.: Inspirado en La Siesta del Martes, de G. G. Márquez, con todo respeto.