8 de agosto de 2005

Fue el Mar, el Mareo, la Marea...


Una serie de intrincadas condiciones depositaron a la Dama en la Torre. Fue el Mar, el Mareo, la Marea... El alba la sorprendió recorriendo mansamente las almenas, acariciando suavemente la arena subyacente en la piedra gris, inspirando pausadamente la brisa del Mar, el Mareo y la Marea...
Se siente feliz -supone-, es como estar en casa. Aunque este paisaje no sea familiar en la memoria de sus sentidos lo es en el recuerdo de las emociones: éste es mi sueño, este es mi hogar, este es el sitio que no debí dejar.
Desde la torre se pueden dominar los valles inevitables y las negadas mesetas; se puede compadecer al ser que aflora en la tierra y sobrevive en la maleza, se puede sonreir complacidamente ante los sutiles triunfos del líquen tenaz.
El Mareo persiste, la obnubilación y la bruma. La altura no es la causa, es la consecuencia del Mar, del Mareo, de la Marea, que hace tiempo la dejó en el techo del mundo y se retiró en silencio, cobarde e impune. Y ya no vuelve, ya no sube, ya no aturde, ya no M/marea.
La soledad en la Torre es total y la Dama en ocasiones se pregunta si sirvió de algo dejarse marear, si la aspereza de la piedra alcanza para configurar una compañía, si la sola fuerza de la Marea fue la que obró el prodigio, si no pudo haber sido su propio Mareo que la sacó del Mar que la vio crecer.
En la fria arena aún pueden verse los pasos de regreso... solo un par de pies. Y una mueca burlona que acaba de dibujar una nube en un fatal y volátil trazo, con el último resplandor de un sol que acaba de morir tal vez para siempre en esos ojos que son un pedacito del Mar, Mareados, Mareados...

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