La llorona
¿Así que acá también aparece la Llorona? Esa debe ser como Papá Noel, que tiene millones de imitadores en todo el mundo y ninguno termina siendo el verdadero. ¿Quién fue el que me dijo que había salido a dispararle y que estuvo así de alcanzarla? Nos contó que había sentido dentro de su propia casa esos gritos aterradores y que desde entonces, al recordar ese momentos, le cuesta pensar en otra cosa y poder dormir tranquilo.
Fue una fría noche de Julio, sentados en la sede del club, tomando unos Cinzanos los más valientes y unos cafés los más normales, cuando refirió lo que le había pasado aquella vez, a fines de Marzo pasado. Ya era bien entrada la madrugada cuando se despertó por unos ruidos. Nunca supo cuánto duró todo; en esos momentos uno no se pone a reparar en detalles como ver qué hora es, o vestirse para salir afuera... como cuando te sorprende un temblor de tierra. La cosa es que el amanecer los encontró a él y su esposa sentados a la mesa en silencio, con las manos rodeando una taza de café, los rostros demacrados y una expresión atónita. Siempre según su testimonio, esa noche le pareció sentir el clásico y molesto aullido de gatos en celo sobre los techos. Remarcó que “le pareció” porque cuando estás bien dormido y algo te despierta tus conciencia registra a partir del momento en que te despertás, no antes. En medio del sopor y el silencio de la madrugada, los maullidos que tanto se parecen al llanto de un bebé torturado fueron subiendo de volumen en oleadas, como si el viento los acercara y los alejara... pero no había viento, cuando hay viento hace ruido la veleta que le falta un poco de grasa en el rulemán.
Se levantó medio dormido todavía y atravesó tambaleando la pieza en medio de la oscuridad tratando de no despertar a su mujer que parecía no haberse enterado de nada y respiraba pausadamente apenas cubierta por la sábana. Se puso la remera y las pantuflas y fue hasta el aparador a tomar la honda y un par de piedras... quién sabe? por ahí acertaba a darle a algún gato, aunque son tan difíciles de agarrar, los hijos de su madre! La luz del farol de la calle, que está justo junto a la ventana del living, alcanzaba a iluminar la casa por las rendijas de la persiana por lo que no necesitó prender la luz. (-Qué raro... –pensó- ¿cuándo cambiaron la lámpara de la calle? Porque siempre había sido de esas que dan una luz ambarina, tirando al anaranjado, y ahora brillaba en un blanco casi azulado). Ya había alcanzado a agarrar la honda y estaba buscando piedras en el tarrito de lata cuando un alarido espantoso que llenó cada rincón de la casa le cortó la respiración y le hizo erizar la nuca. Antes de quedase paralizado por el susto sacó rápidamente la mano de la lata, pero se le enganchó un dedo en el borde y la tiró al piso. El ruido de la lata rebotando en las baldosas más el despelote de piedras desparramadas terminó de completar el cuadro. Inmóvil por unos segundos, sin poder reaccionar, tuvo un ligero mareo y comenzó a sentir en todo el cuerpo, la sangre que peleaba por circular toda junta y en cualquier dirección, impulsada por un frío torrente de adrenalina. Cuando todos los pelos de su cuerpo estuvieron de punta reaccionó. El alarido pareció haber venido de algún lugar dentro de la casa. Corrió a la habitación. Al doblar en la arcada del antebaño vio la blanca silueta emerger de la oscuridad del dormitorio. Los ojos prácticamente saliéndose de las órbitas, la boca abierta con una expresión de espanto, las manos hacia delante como queriendo sujetarse de algo que había en la penumbra, avanzando lentamente hacia él, semidesnuda -como dormía siempre- helada en el vano de la puerta de la pieza, su esposa alcanzó a preguntarle con todo el terror en la mirada y en la voz temblorosa “¿Qué fue?”
-No se... ¿No fuiste vos? –le dijo él con un hilo de voz. La acompañó de nuevo a la cama y ella se dejó guiar. Sentía el terror crecer con cada latido de su corazón. La sentó y alcanzó a decirle “quedate acá que voy a ver...” cuando sintieron un sonido como de pasos, como quien camina con patines de lana en un piso sin encerar, el frotar de trapos sobre una superficie áspera y hueca, a la vez que un resplandor como de soldadura eléctrica llenaba el lugar. Miraron aterrados hacia la salida del antebaño y volvieron a escuchar más fuerte y más cerca aún, otro grito desgarrador. El sintió que las uñas de su mujer se clavaban en sus antebrazos y que su corazón comenzaba otra carrera imparable al colapso. Soltó a su mujer y corrió hacia la arcada que comunicaba el antebaño con la cocina-comedor, en donde habían sentido los pasos. Estaba entregado y dispuesto a todo. Pero al llegar no había nada. Ya no era su corazón el que latía, era su cuerpo entero que galopaba y le hinchaba las venas de miedo.
Recordó rápidamente –es curioso como en momentos de angustia extrema se le cruzan a uno pensamientos que normalmente tiene cuando está al pedo- que siempre criticó a las películas de terror en las que las peores situaciones de espanto ocurren de noche o en lugares oscuros y nadie, pero absolutamente nadie en miles de películas, prende las luces. Entonces prendió la luz del comedor.
Respirando agitado todavía y escuchando los leves sollozos de su mujer en la habitación, corrió al lavadero y tomó la escopeta que siempre guardaba cargada. Ella reconoció los sonidos y los movimientos de su marido, supo lo que él estaba pensando hacer y le suplicó que se quede dentro y que llame a la policía, pero él no le hizo caso. Estaba por salir afuera cuando recordó que el baño era el único ambiente que no había revisado. Corrió hacia allí con el mango de la escopeta apoyado en el hombro, los caños hacia adelante listos a escupir perdigones y el dedo peligrosamente tembloroso en el gatillo. Pateó la puerta que rebotó contra el borde del inodoro haciendo un estruendo a madera rota y entró con la escopeta hacia delante. La luz que había en la casa ya alcanzaba para iluminar levemente dentro del baño. Si allí había algo o “alguien” ya lo hubiera visto sin tener que prender la luz del baño. Con la punta de la escopeta corrió de un tirón la cortina de la ducha... y otro grito volvió a paralizarlo. Esta vez lo sintió detrás suyo, en dirección al garage, saliendo por la otra punta de la cocina comedor.
-Es la Llorona -dijo ella al finalizar el grito y quedar la casa nuevamente en silencio. Sólo se oía la respiración agitada de él en medio del pasillo observando absorto a su mujer, sentada todavía en el borde de la cama, con una voz helada y firme y la mirada perdida en algún lugar entre sus ojos y la cómoda.
-Lo se porque el grito rodea la casa... la llena... viene de todos lados... –añadió.
El nunca supo lo que era estar en trance pero le pareció que eso mismo era lo que le pasaba a su mujer en ese momento.
-Cuando los gritos parecen venir del centro de uno mismo y de todo alrededor a la vez, se trata de la Llorona. -Volvió a decir ella sin emoción y con las lágrimas ya secas.
-Ma... ¿de dónde sacaste...? –repuso él (tano al fin) con fastidio y salió rápidamente de la casa.
Afuera el silencio era estremecedor. Habían callado los persistentes grillos y las ranas. Ni los perros de los lejanos vecinos ladraban. El viento parecía haberse refugiado en los galpones de AFA y para el lado del campo del Adolfo, una luz blanquecina, tenue, se desplazaba flotando entre la soja, zigzagueando y cambiando de inclinación como la llama de una vela movida por un viento helado que al fin pareció despertar y que comenzó a soplar leve y pesado cubriendo en pocos segundos el pueblo con una espesa niebla... extraña en esa época.
Fue una fría noche de Julio, sentados en la sede del club, tomando unos Cinzanos los más valientes y unos cafés los más normales, cuando refirió lo que le había pasado aquella vez, a fines de Marzo pasado. Ya era bien entrada la madrugada cuando se despertó por unos ruidos. Nunca supo cuánto duró todo; en esos momentos uno no se pone a reparar en detalles como ver qué hora es, o vestirse para salir afuera... como cuando te sorprende un temblor de tierra. La cosa es que el amanecer los encontró a él y su esposa sentados a la mesa en silencio, con las manos rodeando una taza de café, los rostros demacrados y una expresión atónita. Siempre según su testimonio, esa noche le pareció sentir el clásico y molesto aullido de gatos en celo sobre los techos. Remarcó que “le pareció” porque cuando estás bien dormido y algo te despierta tus conciencia registra a partir del momento en que te despertás, no antes. En medio del sopor y el silencio de la madrugada, los maullidos que tanto se parecen al llanto de un bebé torturado fueron subiendo de volumen en oleadas, como si el viento los acercara y los alejara... pero no había viento, cuando hay viento hace ruido la veleta que le falta un poco de grasa en el rulemán.
Se levantó medio dormido todavía y atravesó tambaleando la pieza en medio de la oscuridad tratando de no despertar a su mujer que parecía no haberse enterado de nada y respiraba pausadamente apenas cubierta por la sábana. Se puso la remera y las pantuflas y fue hasta el aparador a tomar la honda y un par de piedras... quién sabe? por ahí acertaba a darle a algún gato, aunque son tan difíciles de agarrar, los hijos de su madre! La luz del farol de la calle, que está justo junto a la ventana del living, alcanzaba a iluminar la casa por las rendijas de la persiana por lo que no necesitó prender la luz. (-Qué raro... –pensó- ¿cuándo cambiaron la lámpara de la calle? Porque siempre había sido de esas que dan una luz ambarina, tirando al anaranjado, y ahora brillaba en un blanco casi azulado). Ya había alcanzado a agarrar la honda y estaba buscando piedras en el tarrito de lata cuando un alarido espantoso que llenó cada rincón de la casa le cortó la respiración y le hizo erizar la nuca. Antes de quedase paralizado por el susto sacó rápidamente la mano de la lata, pero se le enganchó un dedo en el borde y la tiró al piso. El ruido de la lata rebotando en las baldosas más el despelote de piedras desparramadas terminó de completar el cuadro. Inmóvil por unos segundos, sin poder reaccionar, tuvo un ligero mareo y comenzó a sentir en todo el cuerpo, la sangre que peleaba por circular toda junta y en cualquier dirección, impulsada por un frío torrente de adrenalina. Cuando todos los pelos de su cuerpo estuvieron de punta reaccionó. El alarido pareció haber venido de algún lugar dentro de la casa. Corrió a la habitación. Al doblar en la arcada del antebaño vio la blanca silueta emerger de la oscuridad del dormitorio. Los ojos prácticamente saliéndose de las órbitas, la boca abierta con una expresión de espanto, las manos hacia delante como queriendo sujetarse de algo que había en la penumbra, avanzando lentamente hacia él, semidesnuda -como dormía siempre- helada en el vano de la puerta de la pieza, su esposa alcanzó a preguntarle con todo el terror en la mirada y en la voz temblorosa “¿Qué fue?”
-No se... ¿No fuiste vos? –le dijo él con un hilo de voz. La acompañó de nuevo a la cama y ella se dejó guiar. Sentía el terror crecer con cada latido de su corazón. La sentó y alcanzó a decirle “quedate acá que voy a ver...” cuando sintieron un sonido como de pasos, como quien camina con patines de lana en un piso sin encerar, el frotar de trapos sobre una superficie áspera y hueca, a la vez que un resplandor como de soldadura eléctrica llenaba el lugar. Miraron aterrados hacia la salida del antebaño y volvieron a escuchar más fuerte y más cerca aún, otro grito desgarrador. El sintió que las uñas de su mujer se clavaban en sus antebrazos y que su corazón comenzaba otra carrera imparable al colapso. Soltó a su mujer y corrió hacia la arcada que comunicaba el antebaño con la cocina-comedor, en donde habían sentido los pasos. Estaba entregado y dispuesto a todo. Pero al llegar no había nada. Ya no era su corazón el que latía, era su cuerpo entero que galopaba y le hinchaba las venas de miedo.
Recordó rápidamente –es curioso como en momentos de angustia extrema se le cruzan a uno pensamientos que normalmente tiene cuando está al pedo- que siempre criticó a las películas de terror en las que las peores situaciones de espanto ocurren de noche o en lugares oscuros y nadie, pero absolutamente nadie en miles de películas, prende las luces. Entonces prendió la luz del comedor.
Respirando agitado todavía y escuchando los leves sollozos de su mujer en la habitación, corrió al lavadero y tomó la escopeta que siempre guardaba cargada. Ella reconoció los sonidos y los movimientos de su marido, supo lo que él estaba pensando hacer y le suplicó que se quede dentro y que llame a la policía, pero él no le hizo caso. Estaba por salir afuera cuando recordó que el baño era el único ambiente que no había revisado. Corrió hacia allí con el mango de la escopeta apoyado en el hombro, los caños hacia adelante listos a escupir perdigones y el dedo peligrosamente tembloroso en el gatillo. Pateó la puerta que rebotó contra el borde del inodoro haciendo un estruendo a madera rota y entró con la escopeta hacia delante. La luz que había en la casa ya alcanzaba para iluminar levemente dentro del baño. Si allí había algo o “alguien” ya lo hubiera visto sin tener que prender la luz del baño. Con la punta de la escopeta corrió de un tirón la cortina de la ducha... y otro grito volvió a paralizarlo. Esta vez lo sintió detrás suyo, en dirección al garage, saliendo por la otra punta de la cocina comedor.
-Es la Llorona -dijo ella al finalizar el grito y quedar la casa nuevamente en silencio. Sólo se oía la respiración agitada de él en medio del pasillo observando absorto a su mujer, sentada todavía en el borde de la cama, con una voz helada y firme y la mirada perdida en algún lugar entre sus ojos y la cómoda.
-Lo se porque el grito rodea la casa... la llena... viene de todos lados... –añadió.
El nunca supo lo que era estar en trance pero le pareció que eso mismo era lo que le pasaba a su mujer en ese momento.
-Cuando los gritos parecen venir del centro de uno mismo y de todo alrededor a la vez, se trata de la Llorona. -Volvió a decir ella sin emoción y con las lágrimas ya secas.
-Ma... ¿de dónde sacaste...? –repuso él (tano al fin) con fastidio y salió rápidamente de la casa.
Afuera el silencio era estremecedor. Habían callado los persistentes grillos y las ranas. Ni los perros de los lejanos vecinos ladraban. El viento parecía haberse refugiado en los galpones de AFA y para el lado del campo del Adolfo, una luz blanquecina, tenue, se desplazaba flotando entre la soja, zigzagueando y cambiando de inclinación como la llama de una vela movida por un viento helado que al fin pareció despertar y que comenzó a soplar leve y pesado cubriendo en pocos segundos el pueblo con una espesa niebla... extraña en esa época.
1 comentario:
Che, leí esto hace unos días y me había olvidado de comentar.
Me pareció buenisimo, y me hizo acordar a varias historias de desaparecidos tan habituales en el campo.
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