9 de noviembre de 2004

(des)encuentros

En la época en que los fresnos de tu vereda comenzaban a tener este color a miel tostada te gustaba salir a caminar por las calles vacías los domingos después de la siesta. Las clases habían empezado hacía rato y ya se notaba el desánimo y la rutina, si es que a esa edad la vida podía ser rutinaria. Te imaginabas que ese paseo de domingo era con ella de la mano y que al dar la vuelta en la esquina de la tienda, allí donde el boulevard apuntaba hacia la ruta, lejana y peligrosa, bajo las pocas hojas de los plátanos, le chantabas el beso de su vida, el beso que nunca olvidaría. Después de ese beso estabas seguro que un día te ibas a ir a estudiar o a vivir lejos, pero en la imaginaria despedida le decías que volverías por ella en una moto enorme y brillante, de esas importadas que estaban tan de moda, y ante la atónita mirada de los viejos vecinos del pueblo te la llevarías a la gran ciudad y serían felices comiendo panchitos en la esquina de la plaza Colón. Ella te había cautivado con esos ojazos azules tras las negras y enormes pestañas y no podías entender cómo había hecho el buen Dios para crear semejante belleza y envasarla compacta y precisa en una chica de 10 años. Todos los domingos, en misa, buscabas esa mirada esquiva salpicada de sonrisas fugaces en el altillo de la iglesia desde donde cantaba con esa voz de ángel, con su vestido blanco y su saquito celeste... toda una vírgen María que se sonrojaba cuando le guiñabas un ojo cómplice y atrevido. Ella giraba el rostro nerviosamente y echaba un vistazo imperceptible, temeroso, a su madre gris y lejana que sin embargo todo lo veía y todo lo registraba, y sabía perfectamente qué sucedía más allá del teclado del piano desvencijado que tocaba de memoria, casi con resignada parsimonia, acompañando por dentro la melodía de sus dedos en un silencio altivo y sereno, desarrollado desde que su voz había claudicado mucho tiempo atrás y que jamás volvería a superar un susurro ronco y escaso.
Pasaron las estaciones, los años, las sequías y las modas, cada tanto el coro de la iglesia estrenaba una nueva canción y tu escuela ganaba el campeonato local o salía segunda. Pasaste de grado y llegaste al secundario. Y te fuiste a vivir lejos, como habías imaginado, solo que en tus sueños viajabas solo y no con tu familia que te llevaba de un lado a otro, de barrio en barrio y de negocio en negocio. Fuiste a los cines, saliste a bailar, te enamoraste de cuanta mujer veías pasar y te desenamoraste casi al instante en que daba vuelta la esquina y se alejaba definitivamente de tu vida. Comiste panchos en la esquina de la plaza Colón y cambiaste la bici por el colectivo y el trole. Nunca más supiste de ella ni de su madre pianista y gris, ni del cura que a veces te sorprendía con la boca abierta en vez de estar cantando. Cada tanto creías ver esos ojos azules en infinitos rostros distintos, incluso en nenas de 10 años creyendo que algún ángel había obrado el milagro y te había transportado a tus sueños en plena calle, y te imaginaste parado frente a ella, en pantalón corto y con las zapatillas atadas en los tobillos para que no se te enreden en la cadena de la bici, y la invitabas con helado de choco y vainilla y una vuelta a la plaza. Pero tenías más de veinte y ese tipo de prodigios solo ocurren en las películas que nunca pudieron ver juntos o en los cuentos que nunca tuvieron oportunidad de leer, a la luz de una linterna en la vereda de su casa, una noche de verano.
Y cuando por fin tuviste la moto enorme y brillante para ir a buscarla entraste al pueblo por la nueva avenida (lápida del viejo boulevard), llegaste hasta la esquina del supermercado (tumba de la antigua tienda del turco) y a dos cuadras de la plaza, bajo los nuevos jacarandás que embellecen el pueblo mil veces más que los enormes y descascarados plátanos, te desorientaste al ver una inmensa ferretería donde tendría que estar el living de donde brotaban como un delicioso mantra las escalas del piano tin tin tin tin TIN TIN tin tin tin tin las tardes de invierno cuando todo era silencio y olor a humo de hogares encendidos. Cenaste un helado en un local de la nueva galería porque la heladería de la otra cuadra cerró hace tiempo. Dormiste en un hotel porque don Portela murió a fines de los 80 y hace como 15 años que ya no hay pensiones en el pueblo. Te levantaste temprano esa mañana y no escuchaste la llamada a misa porque el campanario está todo rajado y se puede caer en cualquier momento si llega a vibrar una campana. Como hace miles de años renunciaste a la fe católica, pero principalmente renunciaste a ir a una iglesia donde no cantara ella, esperaste a que terminara la misa para entrar y te quedaste mirando, sobre un ala lateral cerca de la puerta, hasta que el último feligrés hubo salido del templo, los viejos y conocidos rincones, columnas y santos de madera que supieron de tus confesiones apuradas y tu temor paralizante al pecado mortal. Ya en el inmaculado silencio que había caído de a poco en la casa de Dios, oíste bajar, lentos, los pasos por la escalera del altillo. Al ver aparecer la figura de la mujer te quedaste helado y temiste que pudiera reconocerte, que los relojes y almanaques hubieran mentido todo este tiempo y que ahora al tenerte frente a frente, a solas, te iba a reprender con su severa disfonía y que más te valía que prestes atención a la misa y dejes de mirar todo el tiempo a su hija, que este lugar es para comulgar con el Señor y no para andar de amoríos... Aturdido y sonrojado, comenzaste a ensayar tu mejor cara de disimulo mientras el corazón te congestionaba las sienes y parecía oírse el tum-tum agitado en toda la iglesia. Creíste ver a los santos de las paredes agarrarse la cabeza superados por la vergüenza ajena ante tu patética actitud. Cuando la mujer advirtió tu presencia había terminado de bajar la escalera y sacaba del bolsillo de su cárdigan gris un enorme manojo de llaves. Sus ojos, de un desvencijado azul profundo no pudieron disimular la mirada extrañada, pueblerinamente curiosa. Tenía la típica apariencia de la tieta solterona que se quedó vistiendo santos: el obligatorio rodete algo canoso, el rostro alarmentemente delgado, donde las arrugas habían establecido un dominio ya irrevocable, la camisa blanca prendida hasta el cuello, el crucifijo pequeño y plateado, la pollera larga y gris. Ya repuesto del susto inicial, desvanecidos los fantasmas que bajaron de la escalera junto con la mujer y mientras te saludaba con una casi imperceptible inclinación de la cabeza, comenzaste a preparate mentalmente para presentarte, le ibas a contar que una vez fuiste del pueblo, que recorriste sus calles en una bicicleta sin frenos, que hiciste un gol en contra con el que perdió tu grado contra la escuela de monjas en la final que se jugó en el Juventud Unida aquel 1979 y que una vez soñaste casarte con la nena (su hija) que cantaba en el altillo todos los domingos (esos ojos...) o al menos que un día la pasarías a buscar (te pasaría a buscar...) en tu moto enorme y brillante y serían felices en la gran ciudad. Pero nada logró convertirse en palabra contante y sonante, tu boca quedó muda y tu mente girando loca como el béndix de la moto cuando le daba por fallar. Intentaste gesticular lo que para vos era la mímica de un saludo, pero no lograste mover las manos siquiera (esos ojos...) Ella por fin habló, firme, claro y lentamente. Con una sonrisa tenue te preguntó si deseabas algo en especial, porque ya se había ido todo el mundo y ella estaba por hacer lo mismo. Un rápido mareo te sacudió por dentro como un ventarrón de Agosto cuando terminaste de oír su voz joven aunque un tanto cansada. Alcanzaste a balbucear algo de una promesa "pero ya está, ya cumplí" y que también te estabas yendo. Caminaron juntos hacia afuera en silencio y mientras cerraba el pesado portal colonial, ella comentó lo lindo que parecía ser ese domingo de invierno, "gracias a Dios". Justo cuando se encaminaba hacia la esquina, después de despedirse amablemente, pudiste soltar un "Cómo te..." pero el nudo en tu garganta y el miedo a escuchar que dijera "Sandra" hicieron que en vez de terminar la frase con "llamás?" dijiste: "...ngo que hacer para llegar a la ruta?". Ella se volvió y con un gesto ligero, te señaló desde la vereda un enorme cartel verde que decía "Salida a ruta 38" y una flecha que señalaba para allá.

*N. del A.: A Sandra, por supuesto, a Desireé y a Liliana. Una es la de ojos azules, la otra es la de aspecto angelical y la otra es la pianista, no en ese orden necesariamente ni cada una es toda Sandra. Son todas. El lugar: un lejano pueblo del noroeste de Córdoba.

2 de noviembre de 2004

Decisiones... o no.


rosario2


Hace frío esta noche en el centro. Ayer llovió todo el año, limpiando las calles, los techos y los humores a invierno sumergido en humo de quemas y bruma de escarnios. Hoy decidí bajar a dar un paseo y quitarme de encima la sombría parsimonia de las horas desgastadas. Hoy decidí que te iba a esperar en las escalinatas del monumento y que vería tu figura recortarse claramente entre los turistas y las sombras de los cañones. Hoy decidí que te abrazaría al salir a tu encuentro y que caminaríamos en silencio hasta los muelles o hasta tu umbral. Hoy decidí que no volvería a subir ascensores de ciudad y que descansaría en el rellano de tus piernas al atardecer.
Hoy pensé que tal vez decidías no volver a llamar, no volver a nombrarme, no volver a esforzarte. Hoy pensé que tal vez decidías cerrar la puerta, ponerle llave y viajar muy lejos. Hoy pensé que tal vez decidías recuperar los años de espera e indecisiones y mirar el horizonte menos geográfico que vivencial.
Hoy me siento en la vereda de la calle Córdoba y veo la vida fluir como el río. Los balcones silenciosos y el barullo de las ánimas, el trajín de los oficios y el crepitar de la llama. Hoy veo pasar los barcos y envidio su certeza ignorante de naufragios.
Hoy decidí que tal vez no era quién para decidir y que, como tantas veces, la suerte lo haría por nosotros. Y el destino indicaría los caminos, y el azar regiría las palabras o los silencios. Saco una moneda y resisto tirarla a la fuente de las estatuas y desear un prodigio o una fatalidad. Hoy decido que la moneda decida si decidí lo que decidí o si decidiste lo que pensé que decidiste. Hoy decidí preguntar en silencio si es cara te llamo, si es ceca aparecés por las escalinatas. Arrojo la moneda al aire, intento atraparla entre la palma y el antebrazo pero resbala y cae al suelo. Rebota una o dos veces y comienza a rodar calle abajo. La pierdo de vista al cruzar las vías abandonadas. Creo adivinar el salpicón al caer en el río.
Hoy decido que no es día para decisiones ni para seguir perdiendo dinero por cobarde.

*N. del A.: Daniel Salzano: La moneda es la misma que vos tiraste en la Plaza España. Ya ves... tiene esa manía de escapar y no resolver nada.