28 de julio de 2006

Que tornillo!!!!

tornillo

27 de julio de 2006

Cómo me ven..?

...pelado y de blanco?


taichi

18 de julio de 2006

Loser??


Noten que la L de loser a Luciano no le sale...
Siempre, desde que supe de todas estas cosas, me encantó ser de Géminis.
Somos múltiples, contradictorios, paradójicos, cambiantes, adaptables, irritables, aburribles, divertidísimos, encantadores, ácidos, rápidos, pasmosos, detallistas, despelotados, sociables, ermitaños...
y todo lo contrario
Cuando supe que Luciano, según los cálculos de la obstetra, iba a nacer en Géminis mi alegría fue desbordada y hasta llegué a fantasear con que fueran gemelos... se imaginan? gemelos idénticos y de Géminis! todo un placer!
Luciano se puso las pilas y cumplió. Yo cruzaba los dedos, no sea cosa que de apurado cayera en Tauro.
Con el correr de los días voy notando cosas mías en él que no pueden deberse a imitaciones adrede, la explicación es netamente genética: hace gestos dramáticos, pone caras cuando está concentrado en algo, no para de hablar, para todo interpone un "por qué"; donde pasa deja una estela como de quilombo... pero eso sí: no soporta ver un cajón abierto o una prenda colgada torcida y ahí nomás va y acomoda. Hace un par de días, me pidió una mielcita, de color verde tenía que ser, se la dí y fue a casa para que la madre se la abriera. A mitad de camino se volvió para que se la cambie. El motivo: el sachecito tenía los extremos pegados de manera torcida, las cuatro puntas no estaban alineadas sino que estaban como perpendiculares. Al día siguiente se lo volví a dar y volvió a cambiármelo...
Chicanea constantemente con nimiedades cuando se trata de evitar algún asunto medianamente importante, hace tiempo, NEGOCIA, negocia absolutamente todo y siempre sale por lo menos empatando (en realidad siempre gana y soy yo quien se quiere convencer de un supuesto empate) .
Y lo más extraño, lo que no pudo aprender de observar, es algo que yo hago de manera premeditada, como joda, y me lleva cierto esfuerzo, pero a él le sale natural, ya lo tiene incorporado y eso es lo terrible! Por ejemplo: alguien me pregunta "qué vas a hacer con estos zapatos?" Y yo, en vez de contestar, por ejemplo con un "cuáles?" contesto "dónde?" o "cuándo?". Bueno... eso es lo que él hace sin pensarlo... asusta.
A Luciano no le sale la L de loser... le sale el "sos groso, sabelo". (Pero el puto Blogger no me deja subir la foto...)

12 de julio de 2006

Patear el tablero:

Acción y efecto de mandar todo a la reputísima madre que lo parió y que se pudra el mercadito


1) Alguna vez "pateaste el tablero"?
2) Tenés pensado hacerlo?
3) Hoy por hoy, qué sería para vos "patear el tablero"?

Contame, dale.
Por supuesto que podés firmar como anónimo, aunque ciertas declaraciones con nombre y apellido ya son "patear el tablero" por sí mismas.
A los que elijan firmar como anónimos les sugiero (solo sugiero, todo queda a su criterio) que se numeren -anónimo1, anónimo2, etc- por si alguien quiere usar el derecho a réplica, para que puedan distinguirse.
Gracias por participar.

Juan: esto no es ni la sombra de tus encuestas, pero bue... La cosa se solucionaría si volvieras al ruedo. No te olvides que te esperamos.

10 de julio de 2006

Qué placer!

Las ruinas circulares


And if he left off dreaming about you...
Through the Looking-Glass, VI


Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe el honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Corroboró sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio los sueños eran caóticos; poco después fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su vana condición de apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos aislados que repetía los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre las cicutas unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó la premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un hombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba; se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba, ni hablaba, ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas excepto el Fuego y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría a otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba la impresión de que ya todo aquello había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día flameaba una bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente-. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como todos los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante pensó en refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.


Jorge Luis Borges.

9 de julio de 2006

Conrad

Mi nombre es Conrad. Conrad Williard... quizás Williams, o Williamson. Intento leer mi nombre en algún lado. No lo consigo, es como en el sueño... las letras se mezclan. Es el año 1946. La semana pasada fue mi cumpleaños, lo recuerdo. Hubo una gran fiesta. Soy una persona muy popular. Vivo en Brooklin, o en Bronx. Soy blanco, pero convivo día a día con negros e inmigrantes. Hay italianos, irlandeses, escoceces como yo, unos pocos centroamericanos... Soy uno más de ellos. Regenteo un local donde mis mujeres hacen gastar fortunas a los hombres a cambio de sexo. Soy rico. Visto bien. Vivo bien. Soy soltero y es una gran ventaja. Tengo todo lo que necesito al alcance de mi mano, dinero, mujeres, amigos influyentes, clientes más influyentes aún. Un senador con hambre de presidente es uno de nuestros más asiduos visitantes.
Estoy malherido, me dieron un balazo en la pierna y me estoy desangrando. Voy a morir. El disparo salió de un Bluebird blanco. Me sorprendió mientras intentaba abrir la puerta de mi casa. Veo mis zapatos que ya no son negros sino rojos... es un rojo oscuro el color de la sangre; con seguridad el disparo me cortó una vena importante. No quiero ensuciarme las manos, no es propio de mi nivel, pero la pierna comienza a arderme.
Sé que voy a morir pronto, en unos minutos. Me veo en el espejo del vestíbulo. Tengo un traje beige con finas rayas verticales negras. Me saco el sombrero de ala ancha y lo arrojo sobre uno de los sillones. Es una sensación de verme por primera vez. Soy un hombre alto, delgado, de musculatura recia. Tengo bigote fino y un rostro rectangular y severo. Creo que cumplí 34 años... creo que la semana pasada... hace unos días. No recuerdo exactamente, pero ese hecho resuena en mi memoria a cada instante. Algo debió pasar.
Ahora estoy en mi habitación. Me tiré en la alfombra junto a la cama para no arruinar las finas mantas de seda compradas a los chinos de California. Estoy solo y voy a morir solo. No me afecta. El dolor es soportable, no entiendo porqué. No me molesta esta soledad como sí me molesta esto de dejar todo hecho un desorden. Recuerdo que el sombrero quedó descalabrado en el piso porque no acerté al sillón.
No pienso... no se me ocurre pensar los motivos o los autores del disparo. Siento que no me interesa, me da lo mismo. Sé que en mi negocio se mezclan el bien y el mal como en casi ningún otro asunto, así que tengo tantos amigos como enemigos, tan invisibles como concretos. No siento rencor hacia el desconocido que me disparó.
Las cosas siempre me fueron fáciles. Nunca tuve grandes expectativas de la vida, sencillamente lo que necesité lo tuve. No me vi forzado a pelear por mucho. Seguramente es por eso ésta anodina indiferencia que me llena. Me da lo mismo vivir o morir aunque entiendo que ya estoy muerto.
De a poco comienzo a sentir que la indiferencia se vuelve reflexión, piedad y entendimiento. Siento que desperdicié todas las buenas oportunidades que tuve y solo me dediqué a vivir en lujos, soberbia y desinterés absoluto por las cuestines del espíritu. Estuve en este negocio desde los 15 años y desde entonces me vine burlando de las necesidades tanto de los hombres como de las mujeres, con la gran diferencia que las necesidades urgentes de las mujeres correspondían a valores morales y humanos diferentes. La mayoría de las mujeres que me buscaron para trabajar lo hicieron porque querían comer, porque querían sentir algo de calor en los terribles, solitarios, eternos inviernos de una de las ciudades más crueles del mundo. Los hombres sólo buscaban placer, un buen par de piernas largas y calientes, embriagarse y olvidarse de la oscura procedencia de su dinero, una manera de acallar su atormentada conciencia. Y yo les dí eso y más. Les di la oportunidad de restregar su dinero e influencia ante las mujeres que sabían exactamente, fatalmente, lastimosamente, que nunca nada de eso sería para ellas. Y yo también lo disfruté. Yo era uno más de esos hombres. Nunca tuve necesidad de tomar partido. Simplemente sucedió así, se decantó por el lado más cómodo; no era para mí eso de preocuparse por el bienestar de las mujeres.
Desobedecí por completo mi proyecto de vida al encarnarme en lo que fue Conrad y entiendo que la próxima vez deberé afrontar esta deuda. Deberé comenzar todo de nuevo. Mi próxima vida no será nada fácil. Todo lo cómodo, todas las oportunidades, toda la fortuna material (y el desperdiciado potencial espiritual) la dilapidé sin interesarme en nada que no fuera mi propio placer y bienestar.

Estoy con mi gente por fin. Nunca supe qué había sido de la vida de mis padres y hermanos en Escocia, pero ahora vuelvo a estar con ellos. Estoy con Allan, mi amigo de la infancia y con quien me subí a ese barco en 1925 o 1927, rumbo a América. Ahora soy uno con todos. Elizabeth está aquí también. Esta vez tuvimos aprendizajes diferentes y no me acompañó, pero sé que en la próxima oportunidad nos volveremos a encontrar. Quizás tarde, en el otoño de nuestras vidas, tal vez nunca, y entiendo que ello también dependerá de mi progreso o retroceso espiritual.
En este último instante reconozco a quien me disparó. Lo volveré a encontrar. Será el hermano de mi madre.

4 de julio de 2006

Otra vuelta de tuerca...

...y ya la voy cortando (temo que se me venga la noche a la hora de sostener las argumentaciones, jeje...) con respecto a las consideraciones anteriores sobre el destino, el libre albedrío, las causas, los efectos, la causalidad y la casualidad.
Como dijo el tristemente célebre Pablis I: No-entendimos-nada!


(...) Para el ser humano se ha convertido en algo completamente natural interpretar de forma causal todos los procesos perceptibles y construir largas cadenas causales en las que causa y efecto tienen una inequívoca relación. Por ejemplo, usted puede leer estas líneas porque yo las escribí y porque el editor publicó el libro y porque el librero lo vendió, etcétera. El concepto filosófico causal parece tan diáfano y concluyente que la mayoría de las personas lo consideran requisito indispensable del entendimiento humano. Y por todas partes se buscan las más diversas causas para las más diversas manifestaciones, esperando conseguir no sólo más claridad sobre las interrelaciones sino también la posibilidad de modificar el proceso causal. ¿Cuál es la causa de la subida de precios, del paro, de la delincuencia juvenil? ¿Qué causa tiene un terremoto o una enfermedad determinada? Preguntas y más preguntas, con la pretensión de averiguar la verdadera causa.
Ahora bien, la causalidad no es ni mucho menos tan clara y concluyente como parece a simple vista. Incluso puede decirse (y quienes esto afirman son cada vez más numerosos) que el afán del ser humano por explicar el mundo por la causalidad ha provocado mucha confusión y controversia en la Historia del pensamiento humano y acarreado consecuencias que hasta hoy no han empezado a apreciarse. Desde Aristóteles, el concepto de la causa se ha dividido en cuatro categorías.
Así, distinguimos entre la causa efficiens o causa del impulso; la causa materialis, es decir, la que reside en la materia; la causa formalis, la de la forma y, por último, la causa finalis, la causa de la finalidad, la que se deriva de la fijación del objetivo.
Las cuatro categorías pueden ilustrarse fácilmente con el clásico ejemplo de la construcción de una casa. Para construir una casa se necesita, ante todo, el propósito (causa finalis), luego el impulso o la energía que se traduce, por ejemplo, en la inversión y la mano de obra (causa efficiens), también se necesitan planos (causa formalis) y, finalmente, material como cemento, vigas, madera, etc. (causa materialis). Si falta una de estas cuatro causas, difícilmente podrá realizarse la casa.
Sin embargo, la necesidad de hallar una causa auténtica, primigenia, lleva una y otra vez a reducir el concepto de los cuatro elementos. Se han formado dos tendencias con conceptos contrapuestos. Unos verían en la causa finalis la causa propiamente dicha de todas las causas. En nuestro ejemplo, el propósito de construir una casa sería premisa primordial de todas las otras causas. En otras palabras: el propósito u objetivo representa siempre la causa de todos los acontecimientos. Así la causa de que yo esté escribiendo estas líneas es mi propósito de publicar un libro.
Este concepto de la causa final fue la base de las ciencias filosóficas, de las que las ciencias naturales se han mantenido rigurosamente apartadas, en virtud del modelo causal energético (causa efficiens) adoptado por éstas.
Para la observación y descripción de las leyes naturales, resultaba excesivamente hipotética la supeditación a un propósito o finalidad. Aquí lo procedente era regirse por una fuerza o impulso. Y las ciencias naturales se adscribieron a una ley causal gobernada por un impulso energético.
Estos dos conceptos diferentes de la causalidad han separado hasta hoy las ciencias filosóficas de las ciencias naturales y hacen la mutua comprensión difícil y hasta imposible. El pensamiento causal de las ciencias naturales busca la causa en el pasado, mientras que el modelo de la finalidad la sitúa en el futuro. Así planteada, esta última afirmación puede resultar desconcertante. Porque, ¿cómo es posible que la causa se sitúe en el tiempo después del efecto? Por otro lado, en la vida diaria es corriente formular esta relación: «Me marcho ahora porque mi tren sale dentro de una hora» o «He comprado un regalo porque la próxima semana es su cumpleaños». En todos estos casos un suceso del futuro tiene proyección retroactiva.
Observando los hechos cotidianos, comprobamos que unos se prestan más a una causalidad energética del pasado y otros, a una causalidad final del futuro. Así decimos: «Hoy hago la compra porque mañana es domingo.» Y: «El florero se ha caído porque le he dado un golpe.» Pero también es posible una visión ambivalente: por ejemplo, se puede ver la causa de la rotura de vajilla producida durante una bronca matrimonial tanto en la circunstancia de haberla arrojado al suelo como en el deseo de descalabrar al cónyuge. Todos estos ejemplos indican que uno y otro concepto contemplan un plano diferente y que ambos tienen su justificación. La variante energética permite establecer una relación de efecto mecánico, por lo que se refiere siempre al plano material, mientras que la causalidad final maneja motivaciones o propósitos que no pueden asociarse a la materia sino sólo a la mente. Por lo tanto, el conflicto presentado es una formación especial de las siguientes polaridades:

Causa efficiencis - causa finalis
Pasado - futuro
Materia - espiritu
Cuerpo - mente

Aquí conviene aplicar lo dicho sobre la polaridad. Entonces podremos prescindir de la elección al comprender que ambas posibilidades no se excluyen sino que se complementan. (Es asombroso comprobar lo poco que ha aprendido el ser humano del descubrimiento de que la estructura de la luz se compone tanto de partículas como de ondas). También aquí todo está en función de la óptica que se adopte y no es cuestión de error o de acierto. Cuando de una máquina expendedora de cigarrillos sale un paquete de cigarrillos la causa puede verse en la moneda que se ha echado en la máquina o en el propósito de fumar. (Esto no es un simple juego de palabras, pues si no existiera el deseo ni el propósito de fumar, no habría máquinas expendedoras de cigarrillos.)
Ambos puntos de vista son legítimos y no se excluyen mutuamente. Un solo punto de vista siempre será incompleto, pues las causas materiales y energéticas por sí mismas no producen una máquina expendedora de cigarrillos mientras no exista la intención. Ni la invención ni la finalidad bastan tampoco por sí mismas para producir una cosa. También aquí un polo depende de su contrario.
Lo que hablando de máquinas de venta automática de cigarrillos puede parecer trivial es, en el estudio de la evolución humana, un tema de debate que llena ya bibliotecas enteras. ¿Se agota la causa de la existencia humana en la cadena causal material del pasado y, por lo tanto, es nuestra existencia el efecto fortuito de los saltos de la evolución y procesos selectivos desde el átomo de oxígeno hasta el cerebro humano? ¿O acaso esta mitad de la causalidad precisa también de la intencionalidad que opera desde el futuro y que, por consiguiente, hace discurrir la evolución hacia un objetivo predeterminado?
Para los científicos este segundo supuesto es «excesivo, demasiado hipotético»; para los filósofos el primero es «insuficiente y muy pobre». Desde luego, cuando observamos procesos y «evoluciones» más pequeños y, por lo tanto, más asequibles a la mente, siempre encontramos ambas tendencias causales. La tecnología por sí sola no produce aeropuertos mientras la mente no concibe la idea del vuelo. La evolución tampoco es resultado de decisiones y evoluciones caprichosas sino ejecución material y biológica de un esquema eterno. Los procesos materiales deben empujar por un lado y la figura final atraer desde el otro lado, para que en el centro pueda producirse una manifestación.
Con esto llegamos al siguiente problema de este tema. La causalidad requiere como condición previa una linealidad en la que pueda marcarse un antes o un después con respecto al efecto. La linealidad, a su vez, requiere del tiempo y esto precisamente no existe en la realidad. Recordemos que el tiempo surge en nuestra conciencia por efecto de la polaridad que nos obliga a dividir en correlación consecutiva la simultaneidad de la unidad. El tiempo es un fenómeno de nuestra conciencia que nosotros proyectamos al exterior. Luego creemos que el tiempo puede existir con independencia de nosotros. A ello se añade que nosotros imaginamos el discurrir del tiempo siempre lineal y en un solo sentido. Creemos que el tiempo corre del pasado al futuro y pasamos por alto que en el punto que llamamos presente se encuentran tanto el pasado como el futuro.
Esta cuestión que en un principio es difícil de imaginar puede resultar más comprensible con la siguiente analogía. Nosotros nos imaginamos el curso del tiempo como una recta que por un lado discurre en dirección al pasado y cuyo otro extremo se llama futuro.
Ahora bien, por la geometría sabemos que en realidad no hay líneas paralelas, que, por la curvatura esférica del espacio, toda línea recta, si la prolongamos hasta el infinito, acabará por cerrarse en un círculo (Geometría de Riemann). Por lo tanto, en realidad, cada línea recta es un arco de una circunferencia. Si trasladamos esta teoría al eje del tiempo trazado arriba veremos que ambos extremos de la línea, pasado y futuro, se encuentran al cerrarse el círculo.
Es decir: siempre vivimos hacia nuestro pasado o también, nuestro pasado fue determinado por nuestro futuro. Si aplicamos a este modelo nuestra idea de la causalidad, el problema que discutíamos al principio se resuelve en el acto: la causalidad fluye también en ambos sentidos, hacia cada punto, lo mismo que el tiempo. Estos planteamientos pueden parecer insólitos, aunque en realidad son análogos al consabido ejemplo de que, en un vuelo alrededor del mundo, volvemos a nuestro punto de partida a fuerza de alejarnos de él.
En los años veinte del siglo XX; el esoterista ruso P. D. Ouspenski aludía ya a esta cuestión del tiempo en su descripción de la carta 14 del Tarot (la Templanza), hecha en clave de revelación, con estas palabras: «El nombre del ángel es el Tiempo, dijo la voz. En la frente tiene el círculo, signo de la eternidad y de la vida. En las manos del ángel hay dos jarras, una de oro y la otra de plata. Una jarra es el pasado, la otra, el futuro. El arco iris que va de la una a la otra es el presente. Como puedes ver, discurre en ambos sentidos. Es el tiempo en su aspecto incomprensible para el hombre. Los hombres piensan que todo fluye constantemente en una dirección. No ven cómo todo se une eternamente, lo que viene del pasado y lo que viene del futuro, ni que el tiempo es una diversidad de círculos que giran en distintos sentidos. Comprende este secreto y aprende a distinguir las corrientes contrapuestas en el río del arco iris del presente.» (Ouspenski: «Nuevo modelo del Universo»)
También Hermann Hesse se ocupa reiteradamente del tema del tiempo en sus obras. Y hace decir a Klein en trance de muerte: «Qué dicha que también ahora haya tenido la inspiración de que el tiempo no existe. Sólo el tiempo separa al hombre de todo lo que anhela» En su obra Siddharta, Hesse trata en muchos pasajes el tema de la no existencia del tiempo. «Una vez le preguntó: "¿No te ha revelado también el río el secreto de que el tiempo no existe?" Una sonrisa iluminó la cara de Casudeva: "Sí, Siddharta —dijo—. Lo que tú quieres decir es que el río es el mismo en todas partes: en las fuentes y en la desembocadura, en la cascada, en el vado, en los rápidos, en el mar, en las montañas, en todas partes igual. Y que para él sólo hay presente, ni la sombra "pasado", ni la sombra "futuro".» «Eso es», dijo Siddharta. Y cuando lo descubrí contemplé mi vida y vi que también era un río, y el Siddharta niño sólo estaba separado del Siddharta hombre y del Siddharta anciano por sombras, no por cosas reales. Los anteriores nacimientos de Siddharta tampoco eran pasado y su muerte y su regreso a Brahma no eran futuro. Nada fue ni nada será, todo es, todo tiene ser y presente.»
Cuando nosotros llegamos a comprender que ni el tiempo ni la linealidad existen fuera de nuestra mente, el esquema filosófico de la causalidad absoluta queda un tanto quebrantado. Se observa que tampoco la causalidad es más que una consideración subjetiva del ser humano o, como dijo David Hume, una «necesidad del alma». Desde luego, no existe razón para no contemplar el mundo desde una perspectiva causal, pero tampoco la hay para interpretar el mundo desde la causalidad. En este caso, la pregunta indicada tampoco puede formularse en términos de: ¿verdad o mentira?, sí no, a lo sumo, en cada caso: ¿apropiado o no apropiado?
Desde este punto de vista se observa que la óptica causal es apropiada muchas menos veces de las que rutinariamente se aplica. Allí donde tengamos que habérnoslas con pequeños fragmentos del mundo, y siempre que los hechos no se sustraigan a nuestra visión, nuestros conceptos de tiempo, linealidad y causalidad nos bastan en la vida diaria. Ahora bien, si la dimensión es mayor o el tema más exigente, la óptica causal nos conduce antes a conclusiones disparatadas que al conocimiento. La causalidad precisa siempre de un punto fijo para el planteamiento de la pregunta. En la imagen del mundo causal cada manifestación tiene una causa, por lo cual no sólo es permitido sino, incluso, necesario buscar la causa de cada causa. Este proceso conduce ciertamente a la investigación de la causa de la causa, pero por desgracia no a un punto final. La causa primitiva, origen de todas las causas, no puede ser hallada. O bien uno deja de indagar en un momento dado o termina con una pregunta insoluble no más sensata que la de «qué fue primero, el huevo o la gallina».
Con ello deseamos señalar que el concepto de la causalidad puede ser viable, en el mejor de los casos, en la vida diaria como mecanismo auxiliar del pensamiento, pero es insuficiente e inservible como instrumento para la comprensión de cuestiones científicas, filosóficas y metafísicas. La creencia de que existen relaciones operativas de causa y efecto es errónea, ya que se basa en la suposición de la linealidad y del tiempo. Concedemos, sin embargo, que, en tanto que óptica subjetiva (y, por consiguiente, imperfecta) del ser humano, la causalidad es posible y que en la vida es legítimo aplicarla allí donde nos parezca que puede servir de ayuda.
Pero en nuestra filosofía actual predomina la opinión de que la causalidad es a sé existente e, incluso, demostrable experimentalmente, y contra este error debemos rebelarnos. El ser humano no puede contemplar un tema más que dentro del contexto de «siempre –cuando– entonces». Esta contemplación, empero, no revela sino que se han manifestado dos fenómenos sincrónicos en el tiempo y que entre ellos existe una correlación. Cuando estas observaciones son interpretadas causalmente de modo inmediato, tal interpretación es expresión de una determinada filosofía pero no tiene nada que ver con la observación propiamente dicha. La obstinación en una interpretación causal ha limitado en gran medida nuestra visión del mundo y nuestro entendimiento.
En la ciencia, la física cuántica cuestionó y superó la filosofía causal. Werner Heisenberg dice que «en campos de espacio–tiempo muy pequeños, es decir, en campos del orden de magnitud de las partículas elementales, el espacio y el tiempo se diluyen en un modo peculiar de manera que en tiempos tan pequeños ni los conceptos de antes y después pueden definirse felizmente, en conjunto, en la estructura espacio–tiempo no puede modificarse nada, pero habrá que contar con la posibilidad de que experimentos sobre los procesos en campos de espacio–tiempo muy pequeños indiquen que, en apariencia, determinados procesos discurren inversamente a como corresponde a su orden causal».
Heisenberg habla claro, pero con prudencia, pues como físico limita sus manifestaciones a lo observable. Pero estas observaciones encajan perfectamente en el concepto del mundo que los sabios han enseñado desde siempre. La observación de las partículas elementales se produce en el linde de nuestro mundo determinado por el tiempo y el espacio: nos encontramos, por así decirlo, en la «cuna de la materia». Aquí se diluyen, como dice Heisenberg, tiempo y espacio. El antes y el después, empero, se hacen tanto más claros cuanto más penetramos en la estructura más tosca y grosera de la materia. Pero, si vamos en la dirección opuesta, se pierde la clara diferenciación entre tiempo y espacio, antes y después, hasta que esta separación acaba por desaparecer y llegamos allí donde reinan la unidad y la indiferenciación. Aquí no hay ni tiempo ni espacio, aquí reina un aquí y ahora eterno. Es el punto que todo lo abarca y que, no obstante, se llama «nada». Tiempo y espacio son las dos coordenadas que dividen el mundo de la polaridad, el mundo del engaño, Maja: apreciar su no existencia es requisito para alcanzar la unidad.
En este mundo polarizado, la causalidad o sea una perspectiva de nuestro conocimiento para interpretar procesos, es la forma de pensar del hemisferio cerebral izquierdo. Ya hemos dicho que el concepto del mundo científico es el concepto del hemisferio izquierdo: no es de extrañar que aquí se haga tanto hincapié en la causalidad. El hemisferio derecho, sin embargo, prescinde de la causalidad, ya que piensa analógicamente. En la analogía tenemos una óptica opuesta a la causalidad que no es ni más cierta ni más falsa, ni mejor ni peor, pero que sin embargo representa el necesario complemento de la unilateralidad de la causalidad. Sólo las dos juntas —causalidad y analogía— pueden establecer un sistema de coordenadas con el que podamos interpretar coherentemente nuestro mundo polar.
Mientras la causalidad revela relaciones horizontales, la analogía persigue los principios originales en sentido vertical, a través de todos los planos de sus manifestaciones. La analogía no busca una relación de efecto sino que se orienta a la búsqueda de la identidad del contenido de las distintas formas. Si en la causalidad el tiempo se expresa por medio de un «antes» / «después», la analogía se nutre del sincronismo del «siempre–cuando–entonces». Mientras que la causalidad conduce a acentuar la diferenciación, la analogía abarca la diversidad para formar modelos unitarios.
La incapacidad de la ciencia para el pensamiento analógico la obliga a volver a estudiar todas las leyes en cada uno de los planos. Y la ciencia estudia, por ejemplo, la polaridad en la electricidad, en la investigación atómica, en el estudio de los ácidos y los álcalis, en los hemisferios cerebrales y en mil campos más, cada vez desde el principio y con independencia de los otros campos. La analogía desplaza el punto de vista noventa grados y pone las formas más diversas en una relación analógica al descubrir en todas ellas el mismo principio original. Y por ello, el polo positivo de la electricidad, el lóbulo izquierdo del cerebro, los ácidos, el sol, el fuego, el Yang chino, etc., resultan tener algo en común a pesar de que entre ellos no se ha establecido relación causal alguna. La afinidad analógica se deriva del principio original común a todas las formas especificadas, que en nuestro ejemplo podríamos llamar también el principio masculino o de la actividad.
Esta óptica divide el mundo en componentes arquetípicos y contempla los diferentes modelos que pueden construirse a partir de los arquetipos. Estos modelos pueden encontrarse analógicamente en todos los planos de los fenómenos aparentes, así arriba como abajo. Este modo de observar se aprende lo mismo que la observación causal. Revela una parte del mundo diferente y hace visibles relaciones y modelos que se sustraen a la visión causal. Por lo tanto, si las ventajas de la causalidad se encuentran en el terreno de lo funcional, la analogía sirve para la manifestación de las relaciones esenciales. El hemisferio izquierdo, por medio de la causalidad, puede descomponer y analizar muchas cosas, pero no puede concebir el mundo como un todo. El hemisferio derecho, a su vez, debe renunciar a la facultad de administrar los procesos de este mundo, pero, por otra parte, tiene la visión del conjunto, de la figura total y, por lo tanto, la capacidad de captar el sentido. El sentido está fuera del fin y de la lógica o, como dice Lao tsé:

El sentido que puede expresarse
no es el sentido eterno.
El nombre que puede nombrarse
no es el nombre eterno.
"No ser" llamo yo al origen del cielo y la tierra.
"Ser" llamo yo a la madre del individuo.
Por ello, el camino del No Ser
conduce a la visión del ser maravilloso,
el camino del Ser
a la visión de las limitaciones espaciales.
Ambos son uno por su origen
y sólo diferentes por el nombre.
En su unidad esto se llama el secreto.
El secreto más profundo del secreto
es la puerta por la que salen todas las maravillas.


Fragmento del capítulo La búsqueda de las causas, del libro La enfermedad como camino, de THORWALD DETHLEFSEN y RÜDIGER DAHLKE

PD1: los nombres salen en mayúsculas porque los copipastié del original, o se piensan que yo soy capaz de escribir esos nombres?

PD2: mi más sentido pésame a los sres. arriba mencionados... muejeje... subanempujenestrugenwagen.

3 de julio de 2006

Una amiga mía solía decir "yo me meto en cada jardín..."
La cosa es así: nada de lo que verán a continuación es obra mía. Tampoco es plagio porque me cuido de citar oportunamente las fuentes... pero cuánto me habría gustado ser el autor de al menos una línea de las maravillas que a continuación se exponen.
Me queda -eso sí- el consuelo (ya escucho las voces de la turba socarrona "mal de muchos consuelo de tontos" o el vulgar "coma mierda, millones de moscas no pueden estar equivocadas") de saber que muchas veces me encuentro sintiendo y pensando lo mismo que estas personalidades, con la obvia diferencia que a ellos les salió decirlo y yo me quedé con la desvanecida sombra de la sombra de una niebla, algo que tuve el descaro de llamar "idea".
Vale entonces lo que sigue para exponer mi sensación: el libre albedrío es una mentira, cuanto mucho, piadosa. No hacemos lo que queremos, hacemos lo que podemos y si no pudimos no importará, hay más tiempo que vida.


"Una bola de billar que empuja a otra bola, un lebrel, que persigue voluntaria y necesariamente a un venado, ese venado que franquea un dilatado foso con igual voluntad y necesidad, no obran de un modo más predestinado que yo, en cada uno de mis actos."

Voltaire: Le Principe D'Action, cap. 13


"Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.
Al fin, prevalecieron las impacientes, y en un impulso irresistible la comunidad entera gritó:
-Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria."


The Life of Oscar Wilde (1946), cap. 13, de Hesketh Pearson


"Si la piedra que cae fuera consciente, se creería libre y estaría segura de que se mueve porque así lo quiere su voluntad. Así acontece con el libre albedrío, que todos nos jactamos de poseer, y que se reduce al mero hecho de que los hombres tienen conciencia de su voluntad, pero no de las causas que a ésta la mueven... Tal es mi parecer sobre la libre y forzada necesidad y sobre el imaginario albedrío."

Spinoza: Epístolas, LXII

2 de julio de 2006

Be still my beating heart

Una intrincada y hermética serie de procesos -esotéricos cuanto menos- arroja como resultado el número de latidos de corazón con que cuenta cada alma cuando encarna en este mundo, en este planeta, en esta dimensión, en cada una de sus vidas. Esa persona dispone entonces de tal cantidad de pulsaciones, ni una más ni una menos, para tirar a lo largo (o corto) de su vida.
La manera en que consume esos latidos queda determinada por el tan mentado libre albedrío, una farsa más grande que la FIFA.
Digamos ya mismo que el libre albedrío escasamente se limita a la posibilidad de elegir un camino que ya está hecho, a seguir una corazonada que ya fue susurrada por el encargado de hacer el lobby correspondiente a tal intuición, a tomar una decisión que en definitiva ya estaba prevista mucho antes de nacer. Tomemos por caso el deja vú: este fenómeno pretende ser explicado por la comparsa racionalista (con el permiso de Dolina) como una insignificante demora -medida en millonésimas de segundo (el tiempo, otra farsa)- en el traspaso de la información de un hemisferio cerebral a otro a través del cuerpo calloso, de manera que el hemisferio que recibe tardíamente la data cree estar "recordando" algo por el solo hecho que a su par de la otra vereda le acaba de pasar hace nada. Se produce una distorsión en la transferencia y esa millonésima de segundo se interpreta como que el suceso que provoca la evocación data de algún instante mucho más atrás en el tiempo.
La verdad de la milanesa viene a ser bien otra: nuestra mente ha tenido ocasión de "visitar" un posible suceso, de los infinitos sucesos que se bifurcan a la salida de su predecesor. La probabilidad de ese posible suceso fue tan alta que terminó ocurriendo de hecho y es allí donde la mente termina por recordar que en un momento de "lucidez" tuvo la oportunidad de conocer algo de antemano.

Regresemos a Juan y sus latidos, porque de él quería hablar.
Juan llegó a esta vida con su numerito de latidos otorgado podríamos decir en la línea de largada y olvidado de manera inmediata por su mente consciente en el instante mismo de encarnarse (no de nacer, los pulsos del corazón se cuentan desde el momento mismo del primer latido del embrión).
Nació sano, creció feliz, se desarrolló de manera normal si uno lo veía a cierta distancia, pero como dijo don Veloso: visto de cerca nadie es normal.
La yeta de Juan fue nacer con predisposición a la timidez y al enamoramiento. Y lo que mata es la mezcla, no la humedad.
A Juan, cada paso le costaba un Perú. En cada decisión sentía que se le iba la vida (y en eso no estaba lejos ni ahí de equivocarse) por el esfuerzo que le costaba vencer sus variopintos temores.
A Juan, cada morocha de ojos pardos lo perdía irremediablemente en un abismo de enamoramiento y juguetitos, de lucecitas de colores y campanitas de hadas.
Cada pequeño temor ante algo más o menos desconocido aumentaba su frecuencia cardíaca y acercaba irremediablemente el momento de su muerte. Ni hablar de cada vez que perdía la cabeza por alguna dama, lo cual ocurría demasiado seguido, dada la predisposición que mencioné un poco más arriba.
Juan murió joven, a los 29 años.
Gastó sus últimos cartuchos-latidos la madrugada del 30 de Mayo de 2003, cuando envalentonado por el alcohol con que había regado su noche de jarana junto a un par de amigotes, y el coraje que le infundían las arengas de dichos amigos, se lanzó a perseguir a una señorita que rondaba los 20 y tantos años, que reunía las condiciones explosivas (morocha de ojos pardos) y acababa de bajar las escaleras del pub y ya caminaba cuesta arriba por Tucumán hacia la esquina de San Martín con el objeto de tomar un taxi que la llevara de nuevo a Fisherton, o tal vez a Alberdi.
El esfuerzo de la decisión le insumió una gran cantidad de latidos. Adrenalina le sobraba, dada la costumbre que tenía de exigirla al organismo. Bajó él también al trote la escalera y eso lo agitó aún más. Ella ya estaba parada en la esquina y por Tucumán no se veía ni un taxi al menos dentro de la distancia que le tomaría a un taxi llegar hasta la esquina, hacia ella, antes que él haciendo un esfuerzo por caminar ligero mientras intentaba recobrar un aliento medianamente decente y, por supuesto, tener cierta calma para hablarle. En este momento del cálculo de distancias y tiempos una nueva duda le volvió a disparar el galope tendido del corazón: La ochava impedía la vista de la calle San Martín y no podía especular con el acercamiento de un taxi por esa vía. Con el consiguiente consumo de latidos extra, ante la nueva posibilidad que se abría a sus cálculos, decidió volver a acelerar el paso.
Sus temores no fueron infundados: un 405 negro de techo amarillo, con la luz de LIBRE prendida, a esa hora de la madrugada y en ese rincón de la ciudad, era sencillamente un milagro, pero ya estaba acostumbrado también a que esa clase de suerte lo persiguiera. Temió perderla, temió un nudo en la garganta antes de poder decirle una palabra que la hiciera desistir, al menos por el momento, de tomar el taxi. Temió quedarse sin aire para llamarla... temió no tener la imaginación suficiente -no hablemos ya de acertar cabalmente- como para poder decir su nombre (que lo desconocía por completo). La vio levantar la mano (creo que la izquierda, parece que la dama era zurda, o tenía la diestra ocupada en vaya a saber qué). Alcanzó a notar el brillo rojo extra en la parte trasera del taxi. Llegó a su lado con lo justo. Le tocó suavemente el brazo para no alarmarla. En los últimos dos pasos acababa de elucubrar una idea que se le ocurrió genial a primera vista: compartir el taxi con una excusa descabellada y entablar así una breve charla por el momento. Nunca llegó a entender cómo fue que semejante idea pudo prosperar en su cabeza, pero creo estar en condiciones de asegurar que a Juan ya no le llegaba sangre oxigenada a su cabeza.
Tocó su brazo, sí. Pero él nunca lo sintió. Tampoco sintió el golpe de su cabeza contra la vereda. Ella se asustó, pese al esfuerzo de Juan y se apartó rápidamente. Se dio cuenta que algo andaba mal cuando pudo, en una fracción de segundo, discernir que el roce no había sido para tanto, que el susto no tenía sentido, pero ya era tarde: Juan caía irremediablemente y ya estaba a la altura de sus rodillas.
El taxista lo vio todo. Paró el auto y se bajó rapidísimo. Comenzó a acercarse más gente, creo que un par de conocidos de Juan fueron unos de los primeros. Las amigas de ella habían quedado adentro y recién se enteraron el lunes.
Si a Juan le hubieran dado a elegir habría optado por no asustarse. Evitar enamorarse nunca! Sarna con gusto no pica... o al menos uno se rasca con el doble de placer.
Y qué pasó con el libre albedrío???
En el próximo post.
Dulces sueños.