9 de noviembre de 2004

(des)encuentros

En la época en que los fresnos de tu vereda comenzaban a tener este color a miel tostada te gustaba salir a caminar por las calles vacías los domingos después de la siesta. Las clases habían empezado hacía rato y ya se notaba el desánimo y la rutina, si es que a esa edad la vida podía ser rutinaria. Te imaginabas que ese paseo de domingo era con ella de la mano y que al dar la vuelta en la esquina de la tienda, allí donde el boulevard apuntaba hacia la ruta, lejana y peligrosa, bajo las pocas hojas de los plátanos, le chantabas el beso de su vida, el beso que nunca olvidaría. Después de ese beso estabas seguro que un día te ibas a ir a estudiar o a vivir lejos, pero en la imaginaria despedida le decías que volverías por ella en una moto enorme y brillante, de esas importadas que estaban tan de moda, y ante la atónita mirada de los viejos vecinos del pueblo te la llevarías a la gran ciudad y serían felices comiendo panchitos en la esquina de la plaza Colón. Ella te había cautivado con esos ojazos azules tras las negras y enormes pestañas y no podías entender cómo había hecho el buen Dios para crear semejante belleza y envasarla compacta y precisa en una chica de 10 años. Todos los domingos, en misa, buscabas esa mirada esquiva salpicada de sonrisas fugaces en el altillo de la iglesia desde donde cantaba con esa voz de ángel, con su vestido blanco y su saquito celeste... toda una vírgen María que se sonrojaba cuando le guiñabas un ojo cómplice y atrevido. Ella giraba el rostro nerviosamente y echaba un vistazo imperceptible, temeroso, a su madre gris y lejana que sin embargo todo lo veía y todo lo registraba, y sabía perfectamente qué sucedía más allá del teclado del piano desvencijado que tocaba de memoria, casi con resignada parsimonia, acompañando por dentro la melodía de sus dedos en un silencio altivo y sereno, desarrollado desde que su voz había claudicado mucho tiempo atrás y que jamás volvería a superar un susurro ronco y escaso.
Pasaron las estaciones, los años, las sequías y las modas, cada tanto el coro de la iglesia estrenaba una nueva canción y tu escuela ganaba el campeonato local o salía segunda. Pasaste de grado y llegaste al secundario. Y te fuiste a vivir lejos, como habías imaginado, solo que en tus sueños viajabas solo y no con tu familia que te llevaba de un lado a otro, de barrio en barrio y de negocio en negocio. Fuiste a los cines, saliste a bailar, te enamoraste de cuanta mujer veías pasar y te desenamoraste casi al instante en que daba vuelta la esquina y se alejaba definitivamente de tu vida. Comiste panchos en la esquina de la plaza Colón y cambiaste la bici por el colectivo y el trole. Nunca más supiste de ella ni de su madre pianista y gris, ni del cura que a veces te sorprendía con la boca abierta en vez de estar cantando. Cada tanto creías ver esos ojos azules en infinitos rostros distintos, incluso en nenas de 10 años creyendo que algún ángel había obrado el milagro y te había transportado a tus sueños en plena calle, y te imaginaste parado frente a ella, en pantalón corto y con las zapatillas atadas en los tobillos para que no se te enreden en la cadena de la bici, y la invitabas con helado de choco y vainilla y una vuelta a la plaza. Pero tenías más de veinte y ese tipo de prodigios solo ocurren en las películas que nunca pudieron ver juntos o en los cuentos que nunca tuvieron oportunidad de leer, a la luz de una linterna en la vereda de su casa, una noche de verano.
Y cuando por fin tuviste la moto enorme y brillante para ir a buscarla entraste al pueblo por la nueva avenida (lápida del viejo boulevard), llegaste hasta la esquina del supermercado (tumba de la antigua tienda del turco) y a dos cuadras de la plaza, bajo los nuevos jacarandás que embellecen el pueblo mil veces más que los enormes y descascarados plátanos, te desorientaste al ver una inmensa ferretería donde tendría que estar el living de donde brotaban como un delicioso mantra las escalas del piano tin tin tin tin TIN TIN tin tin tin tin las tardes de invierno cuando todo era silencio y olor a humo de hogares encendidos. Cenaste un helado en un local de la nueva galería porque la heladería de la otra cuadra cerró hace tiempo. Dormiste en un hotel porque don Portela murió a fines de los 80 y hace como 15 años que ya no hay pensiones en el pueblo. Te levantaste temprano esa mañana y no escuchaste la llamada a misa porque el campanario está todo rajado y se puede caer en cualquier momento si llega a vibrar una campana. Como hace miles de años renunciaste a la fe católica, pero principalmente renunciaste a ir a una iglesia donde no cantara ella, esperaste a que terminara la misa para entrar y te quedaste mirando, sobre un ala lateral cerca de la puerta, hasta que el último feligrés hubo salido del templo, los viejos y conocidos rincones, columnas y santos de madera que supieron de tus confesiones apuradas y tu temor paralizante al pecado mortal. Ya en el inmaculado silencio que había caído de a poco en la casa de Dios, oíste bajar, lentos, los pasos por la escalera del altillo. Al ver aparecer la figura de la mujer te quedaste helado y temiste que pudiera reconocerte, que los relojes y almanaques hubieran mentido todo este tiempo y que ahora al tenerte frente a frente, a solas, te iba a reprender con su severa disfonía y que más te valía que prestes atención a la misa y dejes de mirar todo el tiempo a su hija, que este lugar es para comulgar con el Señor y no para andar de amoríos... Aturdido y sonrojado, comenzaste a ensayar tu mejor cara de disimulo mientras el corazón te congestionaba las sienes y parecía oírse el tum-tum agitado en toda la iglesia. Creíste ver a los santos de las paredes agarrarse la cabeza superados por la vergüenza ajena ante tu patética actitud. Cuando la mujer advirtió tu presencia había terminado de bajar la escalera y sacaba del bolsillo de su cárdigan gris un enorme manojo de llaves. Sus ojos, de un desvencijado azul profundo no pudieron disimular la mirada extrañada, pueblerinamente curiosa. Tenía la típica apariencia de la tieta solterona que se quedó vistiendo santos: el obligatorio rodete algo canoso, el rostro alarmentemente delgado, donde las arrugas habían establecido un dominio ya irrevocable, la camisa blanca prendida hasta el cuello, el crucifijo pequeño y plateado, la pollera larga y gris. Ya repuesto del susto inicial, desvanecidos los fantasmas que bajaron de la escalera junto con la mujer y mientras te saludaba con una casi imperceptible inclinación de la cabeza, comenzaste a preparate mentalmente para presentarte, le ibas a contar que una vez fuiste del pueblo, que recorriste sus calles en una bicicleta sin frenos, que hiciste un gol en contra con el que perdió tu grado contra la escuela de monjas en la final que se jugó en el Juventud Unida aquel 1979 y que una vez soñaste casarte con la nena (su hija) que cantaba en el altillo todos los domingos (esos ojos...) o al menos que un día la pasarías a buscar (te pasaría a buscar...) en tu moto enorme y brillante y serían felices en la gran ciudad. Pero nada logró convertirse en palabra contante y sonante, tu boca quedó muda y tu mente girando loca como el béndix de la moto cuando le daba por fallar. Intentaste gesticular lo que para vos era la mímica de un saludo, pero no lograste mover las manos siquiera (esos ojos...) Ella por fin habló, firme, claro y lentamente. Con una sonrisa tenue te preguntó si deseabas algo en especial, porque ya se había ido todo el mundo y ella estaba por hacer lo mismo. Un rápido mareo te sacudió por dentro como un ventarrón de Agosto cuando terminaste de oír su voz joven aunque un tanto cansada. Alcanzaste a balbucear algo de una promesa "pero ya está, ya cumplí" y que también te estabas yendo. Caminaron juntos hacia afuera en silencio y mientras cerraba el pesado portal colonial, ella comentó lo lindo que parecía ser ese domingo de invierno, "gracias a Dios". Justo cuando se encaminaba hacia la esquina, después de despedirse amablemente, pudiste soltar un "Cómo te..." pero el nudo en tu garganta y el miedo a escuchar que dijera "Sandra" hicieron que en vez de terminar la frase con "llamás?" dijiste: "...ngo que hacer para llegar a la ruta?". Ella se volvió y con un gesto ligero, te señaló desde la vereda un enorme cartel verde que decía "Salida a ruta 38" y una flecha que señalaba para allá.

*N. del A.: A Sandra, por supuesto, a Desireé y a Liliana. Una es la de ojos azules, la otra es la de aspecto angelical y la otra es la pianista, no en ese orden necesariamente ni cada una es toda Sandra. Son todas. El lugar: un lejano pueblo del noroeste de Córdoba.

2 de noviembre de 2004

Decisiones... o no.


rosario2


Hace frío esta noche en el centro. Ayer llovió todo el año, limpiando las calles, los techos y los humores a invierno sumergido en humo de quemas y bruma de escarnios. Hoy decidí bajar a dar un paseo y quitarme de encima la sombría parsimonia de las horas desgastadas. Hoy decidí que te iba a esperar en las escalinatas del monumento y que vería tu figura recortarse claramente entre los turistas y las sombras de los cañones. Hoy decidí que te abrazaría al salir a tu encuentro y que caminaríamos en silencio hasta los muelles o hasta tu umbral. Hoy decidí que no volvería a subir ascensores de ciudad y que descansaría en el rellano de tus piernas al atardecer.
Hoy pensé que tal vez decidías no volver a llamar, no volver a nombrarme, no volver a esforzarte. Hoy pensé que tal vez decidías cerrar la puerta, ponerle llave y viajar muy lejos. Hoy pensé que tal vez decidías recuperar los años de espera e indecisiones y mirar el horizonte menos geográfico que vivencial.
Hoy me siento en la vereda de la calle Córdoba y veo la vida fluir como el río. Los balcones silenciosos y el barullo de las ánimas, el trajín de los oficios y el crepitar de la llama. Hoy veo pasar los barcos y envidio su certeza ignorante de naufragios.
Hoy decidí que tal vez no era quién para decidir y que, como tantas veces, la suerte lo haría por nosotros. Y el destino indicaría los caminos, y el azar regiría las palabras o los silencios. Saco una moneda y resisto tirarla a la fuente de las estatuas y desear un prodigio o una fatalidad. Hoy decido que la moneda decida si decidí lo que decidí o si decidiste lo que pensé que decidiste. Hoy decidí preguntar en silencio si es cara te llamo, si es ceca aparecés por las escalinatas. Arrojo la moneda al aire, intento atraparla entre la palma y el antebrazo pero resbala y cae al suelo. Rebota una o dos veces y comienza a rodar calle abajo. La pierdo de vista al cruzar las vías abandonadas. Creo adivinar el salpicón al caer en el río.
Hoy decido que no es día para decisiones ni para seguir perdiendo dinero por cobarde.

*N. del A.: Daniel Salzano: La moneda es la misma que vos tiraste en la Plaza España. Ya ves... tiene esa manía de escapar y no resolver nada.

19 de octubre de 2004

Muerto al llegar

Caminaba de noche y durante el día se ocultaba. Cuando el cielo y la tierra estaban lo suficientemente oscuros comenzaba a caminar por las vías en dirección hacia el este e iba atravesando pantanos, poblados, plantaciones y puentes sobre escasos ríos. Si veía que el amanecer estaba próximo se escabullía donde nada ni nadie lo pudiera ver y dormía con un solo ojo. Así descansó bajo los durmientes donde el puente se unía a la ladera del río; sobre una ancha rama de algún frondoso árbol; a la sombra de los plátanos aún verdes; en casas abandonadas o en máquinas oxidadas y sin uso aparente. Hacía ya dos meses que viajaba así, sin necesitar de nada ni nadie, comiendo lo que encontrara en los poblados y prácticamente sin contacto con persona alguna que pudiera delatarle.
Esa noche había partido desde una plantación mientras llovía en abundancia. Como a las dos horas encontró el pueblo cuando ya la lluvia era llovizna pero su cuerpo estaba tan ensopado y pesado que por una vez -se dijo- intentaría descansar lo que quedaba de noche más el día siguiente y seguir viaje después. Unas pocas y pálidas luces lo recibieron indiferentes más interesadas en hacer resplandecer las ínfimas gotas de humedad que en alumbrar las cosas y las casas. Calculó que eran cerca de las 2 de la mañana cuando bajó del férreo trazado y se encaminó por una calle angosta que solo tenía un farol cada dos bocacalles. Recorrió medio pueblo entre las sombras, esquivando los lugares de donde provenieran voces o ladridos aunque cualquier signo de vigilia se adivinaba imposible dado el sopor y la impregnante humedad de la noche. Rodeó tres veces una casa que parecía abandonada a juzgar por las enormes ramas que crecían en dos de sus paredes y coronaban el techo sobre la línea de la fachada. Era una alta y viejísima casona de ladrillo y barro de las que casi no quedaban a simple vista en los pueblos que había recorrido anteriormente, casas que los viejos pobladores habían dejado a cambio de modernas cabañas del otro lado de la vía. No brotaba ni la más pálida luz de su interior, mientras el silencio sepulcral competía con la fetidez de los hongos de la vereda. El óxido había formado racimos de espuma sobre las bisagras y los goznes. No había vidrios y las maderas de puertas y ventanas daban la impresión de estar a punto de pulverizarse con solo acariciarlas. Se convenció que era un buen lugar para ocultarse y decidió ingresar de alguna forma. Si bien confiaba en que iba a ser más fácil romper una puerta que abrirla, el hecho de dejar señales de violencia en una abertura podría alertar a cualquiera medianamente avispado o que no tuviera otra cosa que hacer más que andar mirando día a día la espontánea o no disolución de una casona abandonada. Llevaba siempre un alambre a modo de pulsera y que le servía casi siempre para casos como éstos en que las antiguas cerraduras no parecían ofrecer mayor resistencia que el empecinado óxido o las capas de hongos resecos y compactos. No necesitaba luz para violentar la cerradura. Introdujo el alambre y comenzó a girarlo despacio a un lado y a otro. Con la otra mano sujetó la manija que alguna vez fue de un bronce límpido, mientras que con el hombro empujaba levemente la puerta y la soltaba en intervalos mas o menos regulares. Las bisagras crujieron sonoramente y se detuvo. Esperó unos segundos mientras se acallaba el chirrido en la sala y en su cabeza y repitió la operación. El agua de la llovizna formaba un tibio goteo desde su nariz a su antebrazo provocándole cosquillas. Intentó secarse la cara con el otro antebrazo, el que tenía apoyado sobre la puerta pero sólo consiguió ensuciarse más aún la cara, que quedó igual de mojada. Volvió a concentrarse en la cerradura. Cerró los ojos (aunque no hacía falta en esa oscuridad) y trató de imaginarse alambre y sentirse dentro del mecanismo y adivinar las formas de las muescas que se traducían en picos de resistencia o valles de holgura en la mano que guiaba el alambre. Las bisagras y la manija vovieron a crujir esta vez más despacio, pero igualmente interrumpió la presión en la puerta hasta recobrar el silencio. De algún lugar le llegó un pegajoso aroma a verdura hervida y le resultó curioso cómo inmediatamente se sintió transportado a su niñez, a la cocina de su casa y a su madre frente a las ollas y el constante rumor de la lluvia sobre el techo de paja. Volvió a girar el alambre y a efectuar una leve presión sobre la manija. Hubo un repentino y fugaz resplandor cuya fuente no pudo explicarse más que de los poros de la madera podrida de la puerta. Instantáneamente sintió una detonación seca y corta seguida de un chasquido muy diferente a los anteriores crujidos de la puerta. Confundió el olor a verdura hervida con un urgente ardor a pólvora y el tibio goteo de la llovizna con la sangre que comenzaba a brotar del centro de su cara. No pudo terminar de entender ni de pensar en entender cómo de repente tantas sensaciones llegaron a su cerebro, pero pudo registrar algo así como un sabor a madera, a metal y a sangre que inundaba su cada vez más desvanecida conciencia, sus piernas cansadas dejaron de obedecerle de a poco y cayó de rodillas sostenido por su brazo izquierdo en el umbral de la puerta. Sintió un frío desconocido e impropio de la noche caribeña y el temblor le ganó una primera batalla al equilibrio. Se deslizó por el canto de la pared mientras creía recordar el futuro en esa cocina y su madre junto a las ollas y la pequeña hermana en el vientre, y el olor a tierra mojada y el verde del follaje que cubría el paisaje desde siempre y las finas gotas de lluvia murmurando sobre el techo y repiqueteando en el barro compacto y brillante. El alambre se le soltó de las manos (o las manos se le soltaron del alambre) y al instante cayó sobre la vereda en un pedazo de cemento sin charcos. Sobre el alambre cayó él y ahora el nuevo charco sobre el cemento sabía a sangre y escurría raudo hacia la calle. No pudo decir nada, simplemente elevó un último pensamiento a quien tanto debía y agradecía y amaba: "mi madre".


*N. del A.: Inspirado en La Siesta del Martes, de G. G. Márquez, con todo respeto.

Llorar

Llorar hasta el fin de los tiempos, en un estertor único y desesperanzador. Llorar partiendo de una angustia que reviente las venas e inunde de carmín las cortinas del viento, que esparza el ocre sedimento de los años malgastados, mustios, atrofiados. Llorar con la convicción que será inútil y sin embargo preciso, mortificante, mórbido, mortal. Llorar como llora un niño que no ve venir a su madre y entiende de un solo golpe lo que es la soledad. Llorar como la enamorada ante el indeclinable adiós del verano azul; como el enamorado frente al insalvable acantilado del desengaño o el cachetazo gélido del injustificado adiós. Llorar hasta dar vuelta la piel y dejar en el piso hasta la última debilidad, hasta desmenuzar las más rígidas convicciones, hasta ver esparcirse los ideales como polvo en medio de una tormenta de Noviembre. Llorar hasta que el sol se apague, hasta que la luna cese su noria, hasta que caiga la última estrella en la negra espuma espacial. Llorar hasta fundir las arenas del desierto y cristalizar en ámbar la resina; hasta derretir de odio las piedras. Llorar con alaridos, llorar con gritos, con gemidos, con sollozos. Llorar en silencio. Llorar hasta que se afloje el último nervio y se suelten las articulaciones; llorar hasta que los sentidos se confundan, hasta que los sonidos sepan amargos y el dolor reviente los ojos, hasta que los azahares hiedan y los recuerdos caigan destrozados con un estruendo de mil supernovas. Llorar hasta que el vacío se complete y los ríos se desborden. Llorar despedazando la almohada, arrancándose los dientes, puliendo la piel, llagando los músculos, astillando los huesos, quebrando el alma. Llorar sin consuelo porque ni la muerte consuela a los que lloran. Porque la muerte llega en una lágrima cuyo número cabalístico y fatal permuta las penas en soluciones cuando ya es tarde, cuando la inerte voluntad desencadena, cuando las horas carecen de noción. Llorar porque sí y porque no se sabe y porque no hace falta y porque confiesa; porque agota, porque agobia, porque madura. Porque penetra, aturde, desangra, castiga, desarma, arde, destempla, desmorona, corrompe, purifica, redime, encoje, desluce, envilece, ultraja.

*N. del A.: Para G.G. e inspirado en ella, que por estos días se le da por llorar y llorar... y no podemos hacer nada para consolarla.

1 de octubre de 2004

Junto al mar

Una nueva mañana nace entre la bruma. El viento que la acompaña se lleva algo de soledad.
La arena mojada recibe indiferente espuma, frío y restos de olvidados naufragios, ramas y caracoles. No hay nadie aquí que me escuche, no hay nadie que me hable, nada que me pueda sacudir esta pasmosa eternidad. Solo a lo lejos, entre los musgos del viejo barco encallado, las gaviotas festejan un banquete y quizás haya nacido un nuevo brote en las verdes algas del arrecife.

Nace una nueva mañana en un cielo tormentoso y el frío lacerante trae hasta mi rostro la potencia intimidante del helado monstruo azul.
Cómo pasó el tiempo! Cómo se va olvidando todo! Ya ni recuerdo qué extraños designios me trajeron a este lugar. Solo sé
que en sueños, a veces confundo el murmullo de las olas con tu respiración y me despierto llorando.
Sin embargo algo hay aquí que corre las ventanas y abre las puertas, que hace crujir las ajadas tablas del piso; una sombra fugaz detrás mío, de reojo en el espejo que al girar para encontrarla, desaparece. Algo, en cada rincón, que se quedó conmigo hace mil años y se hizo dueño de mi libertad. Algo que vive de mi cuerpo y mi memoria, que llega desde el fondo del mar. Algo en cada rincón diciéndome que soy tan solo un muerto que espera hacer su viaje final.
Mirá, sentí... sentarse frente al mar da escalofríos
Mirá, sentí... la soledad junto al mar es mi destino.

23 de septiembre de 2004

Muerte blanca

El la tomó de la mano y la llevó hacia fuera. Bruscamente, como quien corta una hoja de papel sin haberle hecho un pliegue de guía. Una vez afuera la hizo entrar por la puerta abierta de la camioneta. Le dijo que se quede ahí y volvió a dirigirse a la casa. Adentro, la discusión y los gritos volvieron a comenzar y en unos instantes callaron otra vez. Lo vio aparecer con su hermana de la mano y a la rastra, llorando desconsoladamente como lo hizo durante casi toda la larga hora que duró la pelea; metió a su hermana también en la camioneta, rodeó el vehículo por la parte de adelante y subió como una tromba. Las cuatro ruedas giraron urgentes al unísono escarbando en la escoria suelta del camino. La última imagen de la casa quedó reverberando en su cabeza: Su madre llorando, la cara tapada con las manos, apoyada en el marco de la puerta y sosteniéndose a duras penas con la pierna que menos le dolía. Sus manos no solo ocultaban sus lágrimas sino también los ojos enrojecidos de furia, moretones en ambas mejillas y los labios partidos en la comisura derecha.
Cuando la camioneta salió velozmente hacia delante la vida se desintegró como una cortina de arena y dejó tras de sí una negrura insondable. Se rajó el telón de un teatro colosal, con un silencioso estruendo de mil rayos. Las estrellas miraron todas juntas hacia adentro, cerraron sus ojos los ositos de peluche apilados en el rincón de la habitación; Pepe Grillo guardó su violín en el estuche, se cerró de un golpe la puerta del dormitorio y cayó haciéndose astillas en las baldosas. La angustia le quedaba enorme en su pobre corazoncito de leche, le golpeaba por dentro las sienes y ella no entendía de qué se trataba.No sabía cerrar los ojos, en la edad en que todo se aprende mirando. Pero en un lugar desconocido del alma creció de golpe mil años y supo lo que era el dolor, entendió la muerte, comprendió de qué se trataba sufrir. Conoció el incierto escenario de la vida, aprendió el libreto de un solo tirón, se sintió sola frente al infinito y lloró en silencio... con la mirada perdida en los sembrados, en las nubes que se desarmaban velozmente, en el sol que ya no dañaba su vista, en el aroma del campo y las alas de las mariposas, en los colores que conocía y que nunca conoció; con la mente dispersa en los sonidos del viento silbando en el techo, bajo sus pies. Lloró en silencio junto a las voces que la llamaban con otro nombre que no conocía, pero que sabía suyo eternamente; junto a los ángeles de rostros desconocidos pero familiares como la miel y el agua del aljibe; presencias invisibles que le tendían sus brazos y ella volaba sobre su hermana, su padre y su camioneta, viajaba por encima de las casas y saludaba en silencio a su madre sollozando derrumbada en la puerta de su casa. Y ya no sintió dolor, ya no vio con los ojos las lágrimas, los golpes, el miedo y la soledad. Y se dejó flotar junto a las voces que susurraban en el viento. Extendió los brazos y quiso llegar rápidamente por encima de las nubes, de la luna y las estrellas, hacia el sol que no quemaba, hacia la música gloriosa que vivía en su memoria. Y descubrió que ya no tenía el pulgar dentro de la boca. Y se supo Dios y Barro, y se supo vasta y serena como la poesía del universo, y se supo infinita y eterna como los mágicos números celestiales. Y sus manos bajaron hacia la tierra y fue lluvia y fue viento y fue tierra, calor y tormenta; y lavó las lágrimas de su madre y sopló la furia de su padre y calmó la sed de la agrietada garganta de su hermana, cerró sus ojos y calmó su ansia. Y ya no hubo más que lamentar.

21 de septiembre de 2004

Amores no correspondidos

En los tiempos que confundía la candidez con la seriedad, la gravedad de las cosas con las nimiedades -digamos entonces que no hace mucho- al pensar en una cadena de al menos dos amores no correspondidos, rápidamente venía a mi mente una imagen muy gráfica por cierto pero muy poco acorde a tales situaciones. Me decía en silencio: "jé, el típico trencito". Tiempo más tarde, coincidentemente con el descubrimiento de la acepción soez de la palabra "trencito" que poco tiene que ver con el amor que pretenden las gentes de bien, cursaba yo Análisis Matemático y otras menudencias y a fuerza de memorizaciones forzosas y exámenes aprobados demasiado con lo justo, pretendí darle a esa cadena de al menos dos amores no correspondidos un olímpico formato matemático creyendo que con ello ganaría alguna vez un Nobel o al menos una carcajada burlona en mi poco permisivo grupo de amigotes. La sencilla fórmula era más conocida que la ruda y se planteaba mas o menos en los siguientes términos con las correspondientes variaciones nominales: Alejandro amaba a Beatriz per ésta no amaba a aquel. Beatriz (sí, la misma que pretendía Alejandro) amaba a Carlos pero éste no le pasaba pelota. De esta manera teníamos que: AYB y BYC. Pero si se alteraba el orden de los factores la fórmula se destruía. Esta cadena podía prolongarse casi todo el alfabeto sin mayores variaciones. Muy de vez en cuando podíamos esperar una tibia mirada entre P y Q pero sin intenciones más serias. O que por ahí alguna N ni siquiera fuera tenida en cuenta por M ni por L (esto dependía -supongo yo- de la caligrafía ostentada: el amor entra por los ojos, no así el sexo).
La correspondencia amorosa inversa siempre fue escasa, pero cuando se planteaba, por regla general era posterior a la incial y con resultados deprimentes en el mejor de los casos. Cuando no, patéticos.
Una divertida noche de sábado, viendo Discovery Channel, tuve la suficiente hombría y resistencia como para ver casi completo un documental sobre la territorialidad en los canes. Dirán: "qué coños tiene ésto que ver con el amor correspondido tardíamente?" Ya verán.
Jordi (un Labrador) vivía en el 653 de John Doe St. Una amplia casa (indefectiblemente de madera como toda casa yanqui) con su amplio parque y su obligada cerca de madera blanca y sus dominios (los del perro) por la calle John Doe se extendían aproximadamente unas 100 ó 150 yardas para uno y otro lado de la vía independientemente de su abarcación en las zonas traseras y laterales de la manzana en que vivía Jordi.
Stinky (un Setter costilludo de mal aspecto y de peor caracter) tenía su base de operaciones al 848 de la misma calle y sus dominios también estaban acotados en aproximadamente 150 yardas a un lado y otro de la calle. El territorio de uno (se puede apreciar claramente) concluía donde comenzaba el del otro. No entraremos en detalles sobre la manera en que los pichichos delimitan su territorio. Diremos eso sí que cierta vez Jordi se distrajo persiguiendo un gato a prudente distancia y no se dio cuenta que se había internado peligrosamente en territorio ajeno hasta que el gato se introdujo en una casa de por ahí. Imposibilitado de poder seguir rastreando al felino cayó en la cuenta que en la vereda de enfrente, Stinky ya había girado la visera de la gorra hacia atrás, hacía crujir los nudillos y giraba la cabeza a un lado y a otro como aflojándose la tensión en la nuca, listo para dar comienzo a la persecusión del enemigo. Al instante comenzó la carrera que no tuvo en cuenta obstáculos tales como niños en bicicleta ni ancianas con bolsas de mandados. Corrieron a lengua suelta hasta que casi llegan al oootro límite del territorio de Jordi. Cuando habían pasado unos 100 y pico de yardas para el otro extremo y ya Stinky estaba a 4 o 5 yardas de Jordi listo para asestarle el tarascón aleccionador, ambos cayeron en la cuenta que estaban hacía rato en terreno de Jordi y que la persecución en ese sentido no tenía sentido (si se me permite la rebuznancia) y más bien era una ofensa para Jordi y una intromisión en sus dominios. Inmediatamente invirtieron la dirección y comenzó una nueva persecusión, esta vez de Jordi a Stinky intentando darle caza mientras estuviera dentro de su químico-olfativo alcance legal.
Algunos opinarán que la similitud está un poco traída de los pelos, pero no esperen mayores y más brillantes deducciones de alguien que ve Discovery Channel un sábado a la noche. Un caballero pretende el amor de una dama pero ésta lo ignora y lo rechaza sucesiva y obstinadamente hasta que éste deja de insistir y comienza a buscar nuevos horizontes o escotes más atractivos en el mejor de los casos. Coincidentemente con este cambio de rumbo del pretendiente masculino, comienzan a caerle las fichas a la srta. en cuestión acerca de las virtudes y bondades del pretendiente rechazado. Se establece en ese momento una búsqueda planteada a la inversa donde la dama pretende los favores del caballero y éste, por estar concentrado en el nuevo escote (o en el nuevo horizonte para los más románticos) desdeña olímpicamente a la dama a la vez que comienza a darse cuenta de detalles hasta ese momento ignorados como que el otrora erótico lunar sobre su labio superior (el de ella) tiene pelos, cosa que antes no lo había notado a fuerza de sucumbir a fatales emanaciones feromónicas.
Por estos días, en que un puñado de buenos amigos y amigas están pasando por una espantosa situación de amores no correspondidos, quisiera poder hacer nacer en ellos una sonrisa aunque más no sea burlona por las gansadas que digo. Asimismo tengo la ilusa pretensión que en sus cabezas -ya que no en sus corazones- se haga una luz enorme y aclaradora ya que hicieron exactamente lo que García pedía (si pudieras olvidar tu mente frente a mí, se que tu corazón diría que sí) y ya es momento que se planteen seriamente en revertir tal sentencia. Claro que en estos momentos uno olvida que en otros tiempos, cuando no nos ahorrábamos latidos ni suspiros ni insomnios ni lágrimas en sufrir por nuestros correspondientes amores no correspondidos, no había palabra de consuelo, no había recorrida fiestera, no había asado con amigos, ni victoria deportiva, ni raíd cabaretístico que sirviera de consuelo: al caer la noche (en muchas ocasiones, simplemente la tarde también venía bien), al momento de quedarnos solos con nuestros pensamientos circulares y escasos límites que indefectiblemente se circunscribían a fotos en las paredes, a recuerdos garabateados, a corazones en vidrios empañados, las cosas volvían a adquirir la gravedad del caso. El peso -tantas veces denostado- de la situación nos hundía en nuestras camas cuyas sábanas sabían tanto de él/ella como nosotros. Y tenían su olor, y tenían su calor, y tenían hasta su textura. No importaban las formas y queríamos abrazar cualquier cosa que nos permitiera un desquite. Y hablábamos solos y componíamos canciones y escribíamos tangos fatales donde el guapo siempre quedaba solo y el mundo era un gran traidor.
En esos momentos uno cree que nunca más volverá a amar de esa forma. Uno cree que ya se acabaron las lágrimas, los suspiros, los insomnios, las ganas de volar, la lucidez de ideas y la pureza de sentimientos. Uno se dice "fulano/a se llevó todo de mí, creo que nunca más estaré en condiciones de corresponder a un nuevo amor". Pues les tengo una noticia: "el amor es tenaz y vuelve a salir como el sol"
Por reclamos dirigirse a León Gieco, acá cerquita... en Cañada Rosquín.

10 de septiembre de 2004

Money

Loco, no te sobra una moneda?
Quiero estar la vida entera escuchando rock and roll
Loco, tengo un mambo que me caigo
esta noche toca Pappo, no me lo puedo perder

Charly García



ChicosRetiro



"Con todo esto me alcanza para comprarme una coca dentro de un rato" y agrupaba un montoncito de monedas. "Con esto me alcanza para un sámbuche, también..." y separaba dos monedas más. "...o la bandera de Central". "En un rato, ya voy a tener para comprarme una moto... no, mejor esa 4X4 de allá... faaaa... está buenísssima!!". "A mi mamá le faltan algunos dientes, con estas monedas seguro que le alcanza para los dientes". Como se le habían terminado las monedas sacaba del montón anterior y formaba uno nuevo. "Ayer ví esas zapatillas naranjas con una tira verde que estaban joya! Mañana voy y me las compro!"
El semáforo se puso en rojo. Los autos pararon de a poco a su lado. Mientras su medio hermano mayor se paraba en medio de la senda peatonal y hacía malabares a duras penas con tres pelotas de tenis sucias y rotosas, él -que no tenía más de 8 años- ni se enteraba del mundo y seguía agrupando y reagrupando monedas sin saber contarlas, sin conocer qué representaban las líneas en su superficie, sin pensar en su valor, ignorando por completo el concepto cuantitativo... valorando todo según su necesidad, según su propia medida... y ya sabemos las dimensiones que tiene el mundo a esa edad.

9 de septiembre de 2004

El día

Es curioso cómo un solo día de sol arrasa con lo que fue toda una eternidad de borrascas y aguaceros. Las calles brillan, las veredas relucen y hay un verde nuevo en las plantas llamando a la tibieza de una nueva primavera. Tras las bufandas y cuellos polares que apenas dejan ver un par de ojos y alguna nariz rojiza y brillante hay destellos de esperanza en quienes entienden y saben esperar que lo feo pase. Muchas veces, al salir a la calle en esta clase de días, creo sentirme de esa manera. Pero los altibajos no se hacen esperar y parece que cualquier imperceptible detalle puede volver a nublar todo. Es ahí donde me doy cuenta que por más que por fuera todo brille, el invierno sigue estando muy por dentro, resecando las pocas hojas que aún sobreviven dentro mío, escarchando las ideas y resecando las alegrías, hinchando las puertas para cerrarlas sin remedio, soplando frío y fuerte y sonando a tempestad como para que no me olvide quién manda aquí dentro.
A veces creo que la cierta inquietud de la noche no me permite disfrutar de los probables momentos que suceden a la mañana y me pierdo en laberintos de preocupación intentando hallar soluciones, definiciones y conclusiones. Y lo único que concluyo es el día, plagado de olvidos, postergaciones y tiempos muertos en que nada pasó, más que los implacables segundos. Y la luz que se atenúa. Y el brillo que todo lo podía es ahora un viejo recuerdo.
Alguna chimenea humeará aún en Septiembre. Algún aliento escribirá un nombre o una nota musical en forma de nube irreal en el aire de la mañana. Alguna hierba tendrá la enésima oportunidad de reemprender el camino del crecimento venciendo a la helada, ignorando la derrota y soslayando el esfuerzo, repitiendo el ciclo bajo el influjo de los instintos o por imperio de su condición de ESTAR más que de SER. ¿O será que más que ignorar la derrota la soslaya? ¿O será que más que soslayar el esfuerzo, lo ignora pero a sabiendas? ¿O será que llamamos instinto a todo aquello que nuestra razón se empeña en situar fuera de sus dominios? ¿O será que debemos simplemente ESTAR más que inútilmente SER?
No me resigno a solamente ESTAR... quiero SER. Pero eso solo ocurre alguna que otra mañana soleada, como hasta hace un rato... ahora, ya está nublado otra vez.

Inauguración

Como toda cosa que se inaugura, hay un breve discurso, un poco de música, algún que otro aplauso, un canapé para los incorregibles de siempre mientras la señora que limpia espera en la cocina tomando un mate hasta que la horda se disperse.

Pues bien: el discurso será breve e insulso, la música excelente (para que no se queden afuera, estoy oyendo Lito Vitale), los aplausos pueden quedar para otro día al igual que los canapés y las gaseosas... no, vino no hay.
Comenzaremos con un escueto ensayo de las posibilidades gráficas que ostenta la barra de herramientas.
Ya estoy viendo que nada de líneas ni dibujitos raros. Pero claro, esto es para escribir, no para andar dibujando.

  • Colocar imágenes no es tan sencillo pero en breve haremos el esfuerzo si la ocasión lo amerita.
  • Las posibilidades de cambiar la letra son pocas.
  • Los colores, si bien son variados, no son tantos.

Se pueden postear poesías,
si las musas lo permiten
haciendo con las sangrías
sino usted, lo que ellas dicten.

Bien, creo que esto es todo por el momento. Agradezco la compañía y que se hayan molestado en hacerse presentes para esta emotiva inauguración. A la salida pueden adquirir a precio de costo, casi, la versión impresa de este Blog con la cual intentaré llegar a fin de mes sin mayores sobresaltos y con alguna que otra pobre pero honrada milanga en la mesa familiar.