2 de julio de 2006

Be still my beating heart

Una intrincada y hermética serie de procesos -esotéricos cuanto menos- arroja como resultado el número de latidos de corazón con que cuenta cada alma cuando encarna en este mundo, en este planeta, en esta dimensión, en cada una de sus vidas. Esa persona dispone entonces de tal cantidad de pulsaciones, ni una más ni una menos, para tirar a lo largo (o corto) de su vida.
La manera en que consume esos latidos queda determinada por el tan mentado libre albedrío, una farsa más grande que la FIFA.
Digamos ya mismo que el libre albedrío escasamente se limita a la posibilidad de elegir un camino que ya está hecho, a seguir una corazonada que ya fue susurrada por el encargado de hacer el lobby correspondiente a tal intuición, a tomar una decisión que en definitiva ya estaba prevista mucho antes de nacer. Tomemos por caso el deja vú: este fenómeno pretende ser explicado por la comparsa racionalista (con el permiso de Dolina) como una insignificante demora -medida en millonésimas de segundo (el tiempo, otra farsa)- en el traspaso de la información de un hemisferio cerebral a otro a través del cuerpo calloso, de manera que el hemisferio que recibe tardíamente la data cree estar "recordando" algo por el solo hecho que a su par de la otra vereda le acaba de pasar hace nada. Se produce una distorsión en la transferencia y esa millonésima de segundo se interpreta como que el suceso que provoca la evocación data de algún instante mucho más atrás en el tiempo.
La verdad de la milanesa viene a ser bien otra: nuestra mente ha tenido ocasión de "visitar" un posible suceso, de los infinitos sucesos que se bifurcan a la salida de su predecesor. La probabilidad de ese posible suceso fue tan alta que terminó ocurriendo de hecho y es allí donde la mente termina por recordar que en un momento de "lucidez" tuvo la oportunidad de conocer algo de antemano.

Regresemos a Juan y sus latidos, porque de él quería hablar.
Juan llegó a esta vida con su numerito de latidos otorgado podríamos decir en la línea de largada y olvidado de manera inmediata por su mente consciente en el instante mismo de encarnarse (no de nacer, los pulsos del corazón se cuentan desde el momento mismo del primer latido del embrión).
Nació sano, creció feliz, se desarrolló de manera normal si uno lo veía a cierta distancia, pero como dijo don Veloso: visto de cerca nadie es normal.
La yeta de Juan fue nacer con predisposición a la timidez y al enamoramiento. Y lo que mata es la mezcla, no la humedad.
A Juan, cada paso le costaba un Perú. En cada decisión sentía que se le iba la vida (y en eso no estaba lejos ni ahí de equivocarse) por el esfuerzo que le costaba vencer sus variopintos temores.
A Juan, cada morocha de ojos pardos lo perdía irremediablemente en un abismo de enamoramiento y juguetitos, de lucecitas de colores y campanitas de hadas.
Cada pequeño temor ante algo más o menos desconocido aumentaba su frecuencia cardíaca y acercaba irremediablemente el momento de su muerte. Ni hablar de cada vez que perdía la cabeza por alguna dama, lo cual ocurría demasiado seguido, dada la predisposición que mencioné un poco más arriba.
Juan murió joven, a los 29 años.
Gastó sus últimos cartuchos-latidos la madrugada del 30 de Mayo de 2003, cuando envalentonado por el alcohol con que había regado su noche de jarana junto a un par de amigotes, y el coraje que le infundían las arengas de dichos amigos, se lanzó a perseguir a una señorita que rondaba los 20 y tantos años, que reunía las condiciones explosivas (morocha de ojos pardos) y acababa de bajar las escaleras del pub y ya caminaba cuesta arriba por Tucumán hacia la esquina de San Martín con el objeto de tomar un taxi que la llevara de nuevo a Fisherton, o tal vez a Alberdi.
El esfuerzo de la decisión le insumió una gran cantidad de latidos. Adrenalina le sobraba, dada la costumbre que tenía de exigirla al organismo. Bajó él también al trote la escalera y eso lo agitó aún más. Ella ya estaba parada en la esquina y por Tucumán no se veía ni un taxi al menos dentro de la distancia que le tomaría a un taxi llegar hasta la esquina, hacia ella, antes que él haciendo un esfuerzo por caminar ligero mientras intentaba recobrar un aliento medianamente decente y, por supuesto, tener cierta calma para hablarle. En este momento del cálculo de distancias y tiempos una nueva duda le volvió a disparar el galope tendido del corazón: La ochava impedía la vista de la calle San Martín y no podía especular con el acercamiento de un taxi por esa vía. Con el consiguiente consumo de latidos extra, ante la nueva posibilidad que se abría a sus cálculos, decidió volver a acelerar el paso.
Sus temores no fueron infundados: un 405 negro de techo amarillo, con la luz de LIBRE prendida, a esa hora de la madrugada y en ese rincón de la ciudad, era sencillamente un milagro, pero ya estaba acostumbrado también a que esa clase de suerte lo persiguiera. Temió perderla, temió un nudo en la garganta antes de poder decirle una palabra que la hiciera desistir, al menos por el momento, de tomar el taxi. Temió quedarse sin aire para llamarla... temió no tener la imaginación suficiente -no hablemos ya de acertar cabalmente- como para poder decir su nombre (que lo desconocía por completo). La vio levantar la mano (creo que la izquierda, parece que la dama era zurda, o tenía la diestra ocupada en vaya a saber qué). Alcanzó a notar el brillo rojo extra en la parte trasera del taxi. Llegó a su lado con lo justo. Le tocó suavemente el brazo para no alarmarla. En los últimos dos pasos acababa de elucubrar una idea que se le ocurrió genial a primera vista: compartir el taxi con una excusa descabellada y entablar así una breve charla por el momento. Nunca llegó a entender cómo fue que semejante idea pudo prosperar en su cabeza, pero creo estar en condiciones de asegurar que a Juan ya no le llegaba sangre oxigenada a su cabeza.
Tocó su brazo, sí. Pero él nunca lo sintió. Tampoco sintió el golpe de su cabeza contra la vereda. Ella se asustó, pese al esfuerzo de Juan y se apartó rápidamente. Se dio cuenta que algo andaba mal cuando pudo, en una fracción de segundo, discernir que el roce no había sido para tanto, que el susto no tenía sentido, pero ya era tarde: Juan caía irremediablemente y ya estaba a la altura de sus rodillas.
El taxista lo vio todo. Paró el auto y se bajó rapidísimo. Comenzó a acercarse más gente, creo que un par de conocidos de Juan fueron unos de los primeros. Las amigas de ella habían quedado adentro y recién se enteraron el lunes.
Si a Juan le hubieran dado a elegir habría optado por no asustarse. Evitar enamorarse nunca! Sarna con gusto no pica... o al menos uno se rasca con el doble de placer.
Y qué pasó con el libre albedrío???
En el próximo post.
Dulces sueños.

2 comentarios:

Uninvited dijo...

je... si es que te llega sangre oxigenada al cerebro como para pensar en algo... muejeje

Uninvited dijo...

Lo que me permite pensar así de andresito no es el libre albedrío: son las pruebas más elementales
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