21 de septiembre de 2006

Hay días

Parecía una idiotez (lo era), pero como resultado del aburrimiento que le producía su barrio, se había propuesto comportarse cada día de la semana de forma diferente, lo más diferente posible.

Así los lunes nos encontrábamos con un bohemio que hacía lo que hiciera falta para no trabajar, no estudiar, no hacer las compras, dormir encima del edredón, leer 2 o 3 periódicos (incluyendo la sección de contactos, en la que, me dijo, buscaba a una antigua novia del colegio), apagar el celular, comer tarde, no cenar, poner caras delante del espejo, escribirle versos a enamoradas suyas (inventadas) y hacer pirámides con un mazo de cartas. No miraba por la ventana porque las vistas de su casa eran bien feas, poco bohemias se diría, y su imaginación ya se le había gastado en inventar a las enamoradas.

Los martes no le gustaban nada, porque era banquero. Eso sí, un banquero con el día libre. El problema es que el día libre de un banquero normal (y él quería ser normal en algo) es muy ajetreado. Se levantaba temprano (nada bohemio como verán), besaba a los chicos, se apretaba la corbata y hacía números sin parar encima de los versos que había escrito el lunes. Llamaba por teléfono a su secretaria y le mandaba mensajes de amor ocultos, porque eso es algo propio de banqueros, no por influencia bohemia (ahora los mensajes de amor distaban mucho de los cuidados versos del poeta). Comía poco y llegaba ya entrada la noche a casa por una reunión de última hora. Besaba a los chicos que ya estaban durmiendo y se tiraba debajo de la manta.

El miércoles era su día preferido. Los miércoles le tocaba ser un niño. Había elegido ese rol para el miércoles porque es un día más para todo el mundo, menos para los niños, que todos los días son importantes. Se despertaba cuando su mamá entraba a llamarlo para ir a la escuela, y tardaba al menos quince minutos en levantarse. Eso le hacía estar toda la mañana haciendo las cosas a toda prisa para no llegar tarde. La madre lo vestía y él apenas tocaba el suelo con los pies; ponete este pantalón, ahora una media, ésta la tenés toda rota, qué haces para tener siempre las rodillas lastimadas, qué uñas. Él se dejaba hacer. De camino a clase pateaba más piedras de las que había y se le metía arena por el hueco de la puntera. En el aula prestaba atención a la clase de matemática (influencia del martes) y en el resto de las materias escribía notitas a Jimena, una niña con pecas que conocía desde el año anterior. Odiaba la acelga y los pimientos, y era capaz de tragarlos sin que pasaran por la lengua (mamá nunca daba su brazo a torcer en la comida). Por las tardes jugaba al fútbol y cantaba canciones con sus amigos, llamaban a los porteros, tiraban piedras a las chicas, y reía, sobre todo reía. Cuando pasaban las diez y media estaba muerto de sueño y aunque él quería quedarse viendo la tele, su papá lo llevaba en brazos hasta la cama mientras él ya llevaba un rato soñando.

Los jueves decidió ser un músico comprometido, un artista sensible, un renegado. Se mudó al roñoso estudio de grabación que había alquilado con sus últimos ahorros porque ya no era para él eso de vivir en familia, eso de la mujer y los hijos... él era un alma libre y era su compromiso vivir sin ataduras. Por la mañana creía inspirarse, así que tomaba su desafinada guitarra e improvisaba todos los jueves la misma secuencia de acordes, que cada vez era distinta a la anterior... o al menos eso le parecía. Grababa unas bases rítmicas pobres y deslucidas y sobregrababa las guitarras y los teclados hasta obtener una pasta pegajosa e inconsistente que de milagro podía sostenerse. Mientras tanto, elucubraba nuevas formas de bastardear a los mediocres, a sus temidos y necesarios mediocres, porque sin ellos -se decía- su música y sus palabras no contrastarían... pero con ellos era tan difícil vivir. El día se le pasaba casi sin darse cuenta, pensando y hablando tonterías acerca de los monopolios capitalistas y la industria discográfica, reivindicando su sensibilidad, su tercer ojo, su empeño en un mundo mejor, sin tontos ni cobardes, sin necios ni pusilánimes, sin burguesía contagiosa; añorando buenos tiempos que nunca fueron ni serán, soñando con los halagos de músicos reconocidos y de civiles burgueses impresionados... o al menos de su harén de mujercitas huecas y fácilmente anonadables que le endulzaban, que lo pringaban de empalagosas palabritas de abuela, de cariños desmedidos, de sobadas espaldares... Y así concluía su día, creyéndose lo que no era, inconsciente que mañana será otro día en el absoluto y total sentido de la palabra OTRO.

Los despertares de los viernes no eran lindos, para nada. El viejo reloj cucú resonaba en toda la casa, haciendo temblar los viejos pisos de madera. Sobresaltado corría hasta la sala contigua y, maldiciendo, escondía al maldito pajarito en su casa, esperando que allí se quedara para siempre. El resto del día era agotador. Luego de un rápido desayuno en la galería que daba al campo, se calzaba las botas de trabajo, y, con azada en mano, emprendía el camino hasta los sembradíos. Allí las horas pasaban entre semillas y barro, entre sol y sudores, entre pájaros y cantos. El día era muy largo ya que no tenía tiempo que perder, todas esas hectáreas requerían de su cuidado, que en un solo día nunca era demasiado. Eso sí, la siesta bajo el nogal era de religiosa puntualidad, una horita recostado a la sombra no podía faltar. Ya al atardecer volvía a la casa, con una canasta en la mano, llena de hortalizas para la cena, y con un vacío en el estómago, ávido de cena. Cocinar no era su fuerte, pero los viernes se cocinaba, y le gustaba hacerlo. Cuando la vela se consumía del todo, casi como un reloj de alta precisión, era la hora de acostarse. Sobre la cama destartalada, la ventana abierta dejaba que entrara una fresca brisa, que, siempre, siempre, traía nuevos aires.

Cada sábado despertaba con cuatro décadas en el cuerpo, un pijama gris con rayas azules y una mujer rubia, y sospechosamente bien peinada, a su izquierda. Se ponía las pantuflas y en el baño se lavaba los dientes y se afeitaba en un acto casi ceremonial. Luego de un desayuno equilibrado y una rápida repasada al diario se dedicaba durante buena parte de la mañana a cortar el césped del jardín delantero de la casa. Los sábados era un tipo correcto. Durante su extendida sesión de jardinería hogareña aparecía la mujer rubia y bien peinada, y le acercaba una limonada. Él la aceptaba de buena gana y la agradecía con sincera amabilidad. Luego del almuerzo miraba televisión, alguna película iraní que no entendía, o que al menos no respetaba, pero la veía de principio a fin mientras la mujer rubia y bien peinada terminaba de arreglar los trastos de la cocina. Cada sábado se confesaba con el Padre Gregorio. Confesaba el desorden de sus días y se arrepentía francamente de sus pecados. Arrodillado frente a la imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa rezaba tres Ave María mientras miraba de reojo a las jovencitas del coro. Al regresar de la Iglesia, cada sábado, la mujer rubia y bien peinada le alcanzaba la camiseta, perfectamente doblada, planchada y perfumada. Él le daba un beso en la frente y se iba al fútbol. Se ubicaba en su platea, insultaba moderadamente al árbitro y a los delanteros rivales, y al sonar el silbato del final del primer tiempo abandonaba el estadio. Cada sábado lo esperaba en el bar una joven a la que doblaba en edad. Al llegar le daba un beso, rápido y corto, y salían del bar sin tomarse de la mano. En el cuarto de un hotel hacían sus deberes indebidos sin hablar, o diciendo solo lo necesario. Cada sábado volvía a la casa escuchando el resultado del partido en la radio del auto. Entraba y le daba un beso en la frente a la mujer rubia y bien peinada. Unas horas más tarde se acostaba con el pijama gris, a su derecha estaban las pantuflas, debidamente alineadas, a su izquierda estaba la mujer rubia y bien peinada.

Por fin le llegaba el domingo, el día ideal para ser el párroco de su pequeño pueblo, a las afueras de todo. Se levantaba con el gallo y después de leer levemente los diarios se dirigía a la iglesia que en el siglo XIV había servido de fortín a los campesinos del lugar. Por el camino saludaba a la señora Eugenia y conversaba sobre el partido de ayer con el chiflado de Julián. Abría la gigantesca puerta de madera y se dirigía al altar, santiguándose entre rezos llegaba a la sacristía donde se calzaba la sotana y ya en el atril preparaba la Biblia abierta en San Mateo 21-12. Mientras esperaba a los fieles recordaba sus años en el seminario, sus trastadas con Javier, su vela encendida. En pie, y con la voz suave y profunda alentaba a los cristianos a creer en sí mismos, a tender la mano al forastero, a ser bienintencionado con sus parejas, a recordar el verdadero mensaje. Por las tardes salía a pasear y resolvía los problemas de la gente que siempre se le acercaba. A veces casaba enamorados. Por las noches, en la soledad de su zaguán, y con la Biblia abierta en San Mateo 21-12 se preguntaba dónde había quedado el voto de pobreza, dónde estaría enterrado Javier, y sobre todo, dónde diablos se había marchado Dios.

Y así siguió durante largo tiempo. Fue hipocondríaco, ladrón, novio, cadáver, político, argentino, cineasta fracasado, pervertido, verdugo, panadero.
Un domingo, y sin aviso, cinco minutos antes de despertarse, recibió la llamada de Jimena. Nunca se volvió a saber nada de él en el barrio.



Valo, Gabriel, Nahuel y Kico - Diciembre de 2005, en base a una idea de Alvaro Gomez Díaz (Valito pa' los amigos :P)